VIII.
EL DINERO Y LA UTOPÍA DEMOCRÁTICA
l hombre puede aplicar una ejercitación metódica a sus disposiciones naturales y obtener así, por entrenamiento, resultados muy superiores a los que obtendría con la aplicación espontánea de sus facultades. Todo el problema de la educación y la cultura radica en esta capacidad de su naturaleza. Sucede también que un método, aplicado con la misma perseverancia a tergiversar el orden natural de las disposiciones, puede obtener también efectos extraordinarios en la promoción de una conducta perversa. Hoy es un tópico hablar del proceso de desinformación a que están sometidos todos los pueblos bajo control periodístico. La mentira está tan organizada y se difunde según tácticas tan científicamente elaboradas, que resulta una faena realmente heroica eludir su engaño.
Se debe también reconocer que no hay un gran interés en eludirlo, y concurren tantos intereses a la gestación del engaño que un análisis ligeramente prolijo nos conduciría a detalles de investigación que sería imposible en un sucinto esquema explicativo como éste. Todo el mundo está más o menos interesado en mantener a su favor los beneficios de las mentiras colectivas, y hasta los partidos llamados de oposición nacional ingresan en la pugna democrática sin creer en sus consignas, pero convencidos de que, a lo mejor, ciertas verdades les permitirán obtener el sufragio que los coloque a la cabeza del gobierno.
Es una de esas ilusiones que sus adversarios de izquierda prevén con anticipación y hasta usan a favor de sus designios, especulando con el miedo que puede despertar en las muchedumbres la amenaza fascista.
Perfectamente condicionadas las respuestas masivas frente a las consignas progresistas, tratan de hacer ver que los hombres elegidos por el pueblo para presidir los gobiernos han sido previamente escogidos entre los ciudadanos más adictos al bienestar común y que de ningún modo pueden ser contados entre la hez de las universidades. Los que realmente tienen alguna significación social por la potencia de su fortuna, conocen la insignificancia de sus hombres de paja y cuentan ampliamente con ella para evitar una aventura revolucionaria que desubicara sus puestas. En los países sedicentes democráticos hay cierta labilidad en el juego que permite la descalificación del personal opositor, ya por razones de índole privada o pública, pero sin delatar nunca la mecánica intrínseca del proceso. Puede hablarse mal de Fulano o Mengano, pero no de la situación que respalda el acceso de tales sujetos al poder. Nadie puede decir que el pueblo es gobernado por la peor parte de sus habitantes para favorecer el efectivo anonimato de las camarillas dirigentes.
Hay que ser muy torpe para creer que el pueblo es realmente soberano y que de su voluntad, expresada en un día de sufragio, surgen por arte de magia las minorías que deben conducir sus destinos. Un hecho de tal naturaleza sólo es aceptable mediante una serie de engaños que ocultan su realidad y dan viso de cosa normal a lo que efectivamente es una anomalía. Las funciones naturales de la vida social crean su dirigencia en el trato histórico con las realidades de la existencia. Los individuos que sobresalen en sus relaciones con el gobierno, la economía, el arte, las ciencias y la guerra, son los que deben gobernar por la necesaria gravitación de la autoridad desarrollada en un determinado ámbito de las actividades espirituales. No obstante, esto que se presenta como el resultado de un crecimiento orgánico de las responsabilidades comunitarias, es presentado por la Revolución como una pretensión inaudita y sustituido por el artificio de la demagogia electoral, que quita al orden político sus expresiones más sanas y las reemplaza por las que surgen del mecanismo de la propaganda.
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