por el Dr. Aníbal D´Angelo Rodríguez
Tomado de Revista Cabildo, Bs.As., noviembre de 2004, pp. 27-30.
Contención.
on cualquier motivo, cada vez que se habla de escuelas y colegios, salta el sustantivo “contención”, el adjetivo “contenido” y el verbo “contener”. El diccionario de la Academia da, de este último, tres acepciones:
1. Llevar o encerrar dentro de sí una cosa a otra;
1. Llevar o encerrar dentro de sí una cosa a otra;
3. Reprimir o moderar una pasión.
Desde luego, hay que descartar la tercera acepción. Nada más ajeno a la cultura moderna que semejante idea. Las pasiones tienen vía libre y a eso se lo conoce con el nombre de “libertad”. Veamos entonces la segunda acepción de la palabra: reprimir o sujetar a algo o a alguien. La primera idea que se nos viene a la mente es que, puesto que “reprimir” está prohibido, se ha acudido a la palabra contención para reemplazar una idea nefanda para la modernidad.
Pero me parece que aquí hay algo más que el escamoteo de un término y su reemplazo por un sinónimo. En definitiva, la educación moderna no sabe qué hacer con el supuesto objeto de sus desvelos, es decir el alumno, el “educando”. Guiada por una psicología sin alma, enredada en los laberintos de una pedagogía que no sabe pasar más allá de los “métodos”, el alumno ha terminado por convertirse en una incógnita y, eventualmente, en un peligro. Si hasta ha empezado a hablarse del riesgo educacional como una clase muy especial –y muy aguda- del riesgo laboral.
Con sus agresiones físicas cada vez más comunes pero sobre todo con su indiferencia cada vez más profunda, con su desapego cada vez más acentuado, el alumno se ha convertido en un desconocido, en un ser del que cualquier cosa puede esperarse, desde una cuchillada hasta una mirada de infinito desprecio. Me corrijo: el desprecio es –al fin y al cabo- una cierta relación entre personas. El que desprecia le está diciendo al despreciado: “Te he pesado y medido y te rechazo por lo que eres”.
La actitud del alumno posmoderno es mucho peor. Se puede traducir simplemente en “No tengo interés en vos, ni en pesarte ni en medirte. No tengo interés en lo que pretendes enseñarme. Para decirlo todo de una vez: no tengo interés en nada. Y de la cultura socialmente vigente, no de tus envejecidas enseñanzas, saco como conclusión que puedo hacer –y probablemente intentaré hacer- cuanto se me venga en gana”. En estas condiciones debe entenderse lo de la “contención”.
El alumno es como una bomba de tiempo cuyo reloj nadie sabe cuándo va a dar la señal de estallar. Entonces hay que contenerlo, es decir “contentarlo” (esa es la verdadera traducción de la palabra) para demorar lo más posible el estallido. O –en todo caso- que acontezca lejos, en el tiempo y en el espacio, de las aulas. Y eso, al fin y al cabo, más o menos se logra. Chicos que matan a tres de sus compañeros y hieren a cinco, son pocos. (Este es el argumento de un lamentable sueltito de Orlando Barone en La Nación del 3 de Octubre [2004]).
La mayoría de los alumnos, ya lejos de las aulas, cuando se mira en el espejo y ve que nada serio ha aprendido, que nada le han dicho ni sabe sobre el sentido de su vida, estalla en mil pedazos y se convierte en la nada que le han metido en el alma durante su paso por las escuelas, colegios y universidades, cuando apenas si ponía en práctica la primera acepción del verbo contener: estaba dentro de un aula en vez de vagar por las calles. Y no mucho más.
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