por
Gilbert Keith Chesterton
Capítulo II
El Maniático
a gente absolutamente mundana no entiende ni al mundo; se apoya en algunas pocas máximas cínicas que ni siquiera son ciertas. Recuerdo que cierta vez paseaba con un próspero editor que hizo una observación que yo ya había escuchado antes muchas veces; en realidad es casi un apotegma del mundo moderno. Sucedió, sin embargo, que la había oído con demasiada frecuencia y recién en ese momento comprendí de repente que carecía de significado. El editor dijo acerca de cierta persona: “Ese hombre llegará lejos; tiene fe en si mismo”. Recuerdo que, en el momento en que alcé la cabeza para escuchar mejor, mi mirada cayó sobre un ómnibus cuyo destino estaba indicado por un cartel que rezaba “Hanwell”
Le respondí al editor: “¿Quiere que le diga dónde están los hombres que más fe se tienen? Porque puedo decírselo. Conozco personas que se tienen una fe más colosal que la de Napoleón o la de César. Sé dónde fulgura la estrella fija de la certeza y el éxito. Puedo guiarlo hasta el trono de los superhombres. Las personas que realmente se tienen fe están todas en el manicomio.” Me contestó diciendo que, al fin y al cabo, había muchas personas que tenían fe en si mismas y que no estaban encerradas en asilos para lunáticos. “Sí, las hay” – retruqué – “y de todas las personas del mundo usted es quien más debe conocerlas. Aquel poeta borracho a quien usted le rechazó una tragedia lúgubre, creía en sí mismo. Aquel viejo pastor que escribió una obra épica y de quien usted se ha estado escondiendo en la trastienda, se tenía fe. Si consultara su experiencia comercial en lugar de consultar su horrenda filosofía individualista, sabría usted que el tenerse fe es una de las características más comunes de los fracasados. Los actores que no saben actuar, se tienen fe; al igual que los deudores que no le pagarán. Sería mucho más correcto decir que una persona fracasará con toda seguridad precisamente porque se tiene fe. La fe completa en uno mismo no es meramente un pecado; tenerse fe absoluta es una debilidad. Creer absolutamente en uno mismo es un credo tan histérico y supersticioso como el de creer en Joanna Southcote.
El hombre que profesa ese credo tiene la palabra “Hanwell” escrita sobre su frente de un modo tan claro como el cartel de ese ómnibus”. Y a todo esto, mi amigo el editor contestó con esta muy profunda y efectiva observación: “Bueno, pero si un hombre no cree ni siquiera en si mismo, ¿en qué tiene que creer?” Después de una larga pausa le respondí: "Iré a casa y escribiré un libro contestando a esa pregunta." Y éste es el libro que escribí para contestarla.
De modo que creo que este libro podría muy bien comenzar en dónde comenzó nuestra discusión – en las cercanías del manicomio. Los grandes científicos modernos están muy convencidos de la necesidad de comenzar toda investigación con hechos concretos. Los grandes religiosos antiguos estaban igualmente convencidos de esa necesidad. Comenzaban con el hecho del pecado – un hecho concreto, tan concreto como las papas. Más allá de si el hombre podía, o no podía, ser lavado con aguas milagrosas, no existió duda de que, de todas formas, quería ser lavado. Pero ciertos líderes religiosos de Londres – y no simples materialistas – han comenzado en nuestros días a negar, no la discutible propiedad del agua, sino la indiscutible suciedad. Ciertos teólogos ponen en duda el pecado original, que es la única parte realmente demostrable de la teología cristiana. Algunos discípulos del Reverendo R. J. Campbell, en su casi fastidiosa espiritualidad, admiten una inocencia divina que no pueden ver ni en sueños, mientras niegan esencialmente el pecado humano que pueden ver hasta en la calle. Tanto los más grandes santos como los más grandes escépticos han adoptado el mal positivo como el punto de partida de sus argumentos. Si resulta ser cierto (como ciertamente lo es) que un hombre puede llegar a sentir un placer exquisito desollando a un gato, pues entonces el filósofo de la religión tiene sólo dos conclusiones para deducir: o bien está forzado a negar la existencia de Dios, como lo hacen todos los ateos; o bien tiene que negar la deificación material del hombre, como lo hacen todos los cristianos. Lo que los nuevos teólogos parecen haber adoptado como solución racional al dilema es el recurso de negar el gato.
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