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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

5 de enero de 2009

5 de Enero, Conmemoración de San Telésforo, Papa y Mártir






por el R.P. Juan Croisset, S.J.







ntre los soldados valerosos de Jesucristo, auxiliares de los após­toles en la promulgación de la fe, se refieren aquellos esclarecidos varones solitarios, imitadores de los santos profetas Elías y Eliseo, habitantes en el monte Carmelo, donde, en honor de la Santísima Virgen, edificaron un oratorio para darle culto. Los cuales, bien entendidos del cumplimiento literal de los oráculos antiguos en la persona de Cristo, verdadero Mesías, prometido en la ley y en los profetas, predicaban su Evangelio entre los gentiles y judíos espar­cidos por Palestina, Samaría y otras provincias.

Uno de los profesores de este instituto fue San Telésforo, griego de nación, hombre de eminente santidad, de ingenio sobresaliente y de extraordinaria grandeza de espíritu, cuya fama no sólo ilustró las vastas regiones del Oriente, sino que llegó á Roma, donde, bien conocido su méri­to, después de la muerte del papa Sixto I fue electo sumo pontífice en el día 9 del mes de Abril del año 139, en tiempo del imperio de Antonino Pío.

Tenía la Iglesia necesidad de un pastor magnánimo, brioso y científico en aquel tiempo en que el furor de los gentiles la perseguía de muerte, y la perversidad de los herejes no perdonaba medio al­guno para corromper el sagrado depósito de la fe y la santidad de las costumbres; y este auxilio logró en Telésforo, que, elevado á aquella primera cátedra, se portó como un verdadero sucesor del Príncipe de los Apóstoles, acreditando con su ejemplar vida el espí­ritu de su instituto, y con sus singulares virtudes y santidad el mérito de sus predecesores. Bien persuadido de las obligaciones propias de un pastor universal de la Iglesia, procuró desempeñarlas con la mayor vigilancia. No faltaron en su tiempo ocasiones para demos­trarlo.

Los discípulos de Basilíades Antioqueno, hombre de ingenio agudo y perverso, socio de Saturnino y discípulo de Menandro, pe­netraron hasta Roma con el fin de sembrar en ella el veneno de su impía doctrina contra el Redentor del mundo. Cedrón, otro heresiarca maligno, que por principio de su secta establecía dos dioses, uno bueno y otro malo, despreciaba el Antiguo Testamento y los Profetas y negaba que Jesucristo hubiese nacido de Santa María Virgen, tenido verdadera carne, padecido y muerto en realidad: con los so­fismas de que se valía, tenía engañados a no pocos hombres sencillos. Estos y otros monstruos del Infierno, que se reunieron en la capital del orbe cristiano, perseguían á la Iglesia con más daño que los mismos gentiles; de forma que la pusieron en el extremo de peligrar, si el Señor, que afianzó con sus promesas su eterna estabilidad contra el poder del abismo, no hubiera providenciado á un pastor tan celoso, eficaz é invencible como Telesforo, que, oponiéndose á semejantes fieras, no omitió medio alguno que pudiera contribuir á sepultar la perversidad de tan detestables doctrinas.

Echó Dios sus bendiciones sobre los celosos trabajos de este insig­ne Pontífice, por cuyos desvelos se vio libre el rebaño de Jesucristo de las enfermeda­des contagiosas de las herejías, con su­ceso tan feliz, que en su tiempo se vio en Roma, centro de la unidad y de la fe, florecer ésta, el fer­vor de los fieles y la santidad de sus cos­tumbres. No satisfecho su celo con tan penosa fatiga, deseoso de dilatar el Reino de Jesucristo, envió muchos operarios apostólicos por di­ferentes partes del mundo á que predicasen el Santo Evangelio, y con la luz de su celestial doctrina ilumina­sen á los misera­bles infieles sumer­gidos en las tinie­blas de la idolatría. Aun en tiempos tan turbulentos como fueron los de su pon­tificado, encontró lugar su solicitud para publicar decretos utilísimos sobre disciplina eclesiástica. Fueron memorables, entre ellos, la disposición de que los obispos y sacerdotes de Dios no fuesen acu­sados falsamente por algunos seculares ni manchados con cualquiera clase de calumnias; que no se juzgase al prójimo con temeridad, especifican­do la clase de acusadores que debían admitirse en los juicios, y mostrando con muchos testimonios de la Santa Escritura la malicia de los que fuesen tales contra los siervos de Dios.

Asimismo estableció la abstinencia de carnes y lacticinios por el espació de siete semanas precedentes á la Pascua de Resurrección; de modo que, aunque el ayuno cuadragesimal tuvo su origen de institu­ción apostólica, observado por tradición, según las diversas costum­bres de las iglesias, Telesforo le ordenó en el tiempo dicho por cons­titución perpetua. También dispuso que en la noche de la Natividad de nuestro Salvador se celebrasen tres Misas: una á la media no­che, en que nació Jesucristo; otra al romper la aurora, cuando fue adorado por los pastores, y otra en la hora de tercia, en señal de la luz que brilló sobre nosotros por el nacimiento del Mesías; con la prevención de que en estas y otras Misas solemnes se rezase ó can­tase el himno Gloria in excelsis Deo, y que, en el Santo Sacrificio, se dijese el Evangelio antes del Canon.

Cuatro veces dio Ordenes en el mes de Diciembre, en las que creó diez y nueve presbíteros, diez y ocho diáconos y trece obispos para diversas iglesias. Después de once años, nueve meses y tres días en el gobierno de la Iglesia como pastor celosísimo, terminó su carrera con la gloria del martirio en tiempo del emperador Antonino Pío, el día 5 de Enero del año 150, en el que hace mención de este insigne pontífice el Martirologio Romano, cuyo celo, santidad y sabiduría elogian San Irineo, Tertuliano, Epifanio y San Agustín, entre otros muchos escritores antiguos. Su cuerpo fue sepultado en el Vaticano, inme­diato al de San Pedro.

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