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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

7 de enero de 2009

El pequeño mundo de Don Camilo (10)




por
Giovanni Guareschi





Capítulo 10



Expedición punitiva





OS jornaleros se reunieron en la plaza y empezaron a alborotar reclamando trabajo a la Municipalidad, pero la Municipalidad no tenía recursos, y entonces el alcalde Peppone se asomó al balcón y les gritó que se mantuviesen en calma, que él estaba pensando cómo arreglar las cosas.

–Provéanse de automóviles, motocicletas, camiones y birloches y tráiganmelos aquí a todos dentro de una hora. – ordenó Peppone a sus segundos, reunidos en su despacho.

Emplearon tres horas, pero al fin todos los más adinerados propietarios y arrendatarios del municipio estaban reunidos, pálidos y turbados, mientras abajo la multitud rumoreaba.

Peppone se explicó pronto.

–Yo siempre llego donde puedo llegar. – dijo bruscamente – La gente que tiene hambre quiere pan y no lindas palabras: o ustedes entregan mil liras por hectárea, y con eso se podrá dar trabajo en obras de utilidad pública a esos hombres, o yo, como alcalde y jefe de las masas trabajadoras, me lavo las manos.

El Brusco se asomó al balcón y explicó a la gente que el alcalde había dicho esto y lo otro. Más tarde haría saber qué contestaban los propietarios. La gente respondió con un alarido que hizo palidecer a los notificados.

La discusión no duró mucho y más de la mitad firmó la promesa de ofrecer espontáneamente un tanto por hectárea. Ya parecía que todos iban a firmarla, cuando, llegados al viejo Verola, el arrendatario de Campolargo, el negocio no siguió adelante.

–No firmo ni aunque me maten. – dijo Verola– Cuando se dicte la ley, entonces pagaré; ahora no doy un cobre.

–¡Iremos a tomarlos! – gritó el Brusco.

–Sí, sí. – masculló el viejo Verola, el cual, entre hijos, hijos de los hijos, maridos de las hijas y nietos podía reunir en Campolargo unas quince escopetas de buena puntería. – Sí, sí: el camino ustedes lo conocen.

Los que ya habían firmado se mordieron los labios de rabia y los demás dijeron

–Si no firma Verola, tampoco firmamos nosotros.

El Brusco refirió a los de la plaza el incidente y los de la plaza pidieron a gritos que echaran abajo a Verola o que subirían ellos a buscarlo. Pero Peppone se presentó en el balcón y les aconsejó que no hiciesen estupideces.

–Con lo que hemos obtenido podemos tirar adelante dos meses. Entre tanto, sin salirnos de la legalidad, como hemos procedido hasta ahora, encontraremos el modo de convencer a Verola y a los otros.

Aparentemente todo quedó en regla y Peppone en persona acompañó en su automóvil a Verola para convencerlo. Mas, por toda contestación, cuando bajó frente al puentecito de Campolargo, el viejo dijo:

–A los setenta años se tiene un solo miedo: el de tener que vivir aún muchos más.

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