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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

24 de marzo de 2009

24 de Marzo, Festividad de San Gabriel Arcangel






ios es el único ser que no tiene historia. Todos los seres creados son, en mayor o menor medida, seres históricos: nacen, evolucionan, mueren. Sólo que la historia de cada uno tiene un signo diferente, según el lugar que ocupe en la jerarquía ontológica. A medida que se asciende de lo inerte a lo sensitivo y de lo irracional al mundo del espíritu, la historia va enriqueciéndose y entrañándose en la esencia misma del ser. Por eso el hombre es el ser más histórico de todos los que pueblan la tierra. Sobre el cimiento de unas pocas tendencias universales y permanentes de su naturaleza, cada hombre participa en la historia general de la humanidad desde un ángulo propio e irrenunciable. Del hombre, y sólo del hombre, cabe hacer biografía. Una piedra, como tal, no tiene biografía, aunque las piedras, en su conjunto, tengan también historia.

Pero ¿y los ángeles? Hay, ciertamente, una historia universal de los ángeles, criaturas de Dios; una historia que ha quedado escrita en los Libros Sagrados, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Los ángeles nacieron de una palabra de Dios. Pronto, rebeldes unos, fieles otros, se bifurcó para siempre su historia colectiva en dos inmensos bloques, de luz y de sombras, de odio y de amor. La inmensa mayoría de los ángeles, espíritus puros, han quedado sin nombre y sin hazañas extremas. Sólo Dios sabe sus nombres y sus papeles en el gran teatro del mundo. Para nosotros son como anónimas estrellas fugaces, que de vez en cuando cruzan el firmamento del espíritu. Así los que se aparecieron a los pastores de Belén, anunciando la paz a los hombres de buena voluntad; el ángel de Getsemaní, que confortó a Cristo en su agonía, el que traspasó de una lanzada el corazón de Santa Teresa; tantos otros, que pusieron un momento de luz en la vida de algunos elegidos de Dios y se desvanecieron para siempre.

Mas hay unos ángeles, muy pocos, que tienen, además de esa historia anónima y colectiva, algo así como una biografía personal. Entre esos pocos, San Miguel, el capitán de las huestes angélicas contra Luzbel; San Rafael, el compañero de peregrinación de Tobías, ocupa puesto preeminente el arcángel San Gabriel.

Por de pronto, San Gabriel tiene uno de los nombres más bellos que ha podido troquelar el lenguaje humano: "hombre de Dios, hombre en que Dios confía"; o también, como San Gregorio glosa, "el fuerte de Dios".

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