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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

24 de marzo de 2009

El silencio de los verracos







por Fernando Vizcaíno Casas





Tomado de Razón Española
Número 108. Julio-Agosto de 2001






ilencio culpable, premeditado, ominoso. La conjura de los silencios, la censura por omisión, denunciada hace ya veinte años por la exquisita Mercedes Salisachs en un admirable artículo publicado en República de las letras y reproducido sin rubor por el diario dinástico, que no se dió por aludido. La táctica del mutismo, muchas veces peor y más dañina que el ataque. Callar lo que no interesa, para dejar al personal en ignorancia. Una de las formas de ejercitar la represión de las ideas ajenas y de las verdades históricas sin que se vean ni la inquina ni el lápiz rojo del censor, habitual hoy en los llamados medios «informativos».

El pasado marzo, el Papa beatificó a 223 víctimas de la persecución religiosa padecida en España durante la guerra civil. La beatificación más numerosa de la historia, consecuencia de un exterminio tambien sin precedentes: ni los cristianos del siglo IV sufrieron matanzas de semejante magnitud y tamaña crueldad. Entre los martirizados había sacerdotes, monjas, maestros, empresarios, labriegos, ancianos, gentes de múltiple condición social, unidas entre sí por su fé católica, a la que no renunciaron jamás y por la que entregaron sus vidas.

Eso lo han contado los periódicos. Sin embargo, ni en ellos ni en las radios ni en los telediarios se hizo mención alguna de quienes les sacrificaron, de cuál era la identidad de los asesinos y el bando en que militaban. Mártires de la guerra civil, se ha dicho, sin más. La ignorancia histórica de la juventud actual y aún de otra generación anterior, les habrá dejado ayunos de conocimiento. Porque no he leído ni oído un sólo comentario donde se dijera que les martirizaron los rojos o, como ahora suele decirse, los republicanos y, si prefieren concretar, los comunistas, los anarquistas de la FAI y de la CNT, los milicianos socialistas, aquella serie de facinerosos que sació su odio contra la iglesia incendiando templos (con sus correspondientes tesoros artísticos), destruyendo conventos y masacrando a personas que creían en Dios y así lo manifestaban.

¿Mártires de la guerra civil? Sí, claro. Pero más exactamente de la revolución marxista, contemplada en silencio cómplice y, por tanto, tácitamente consentida por el Gobierno republicano, ése que los seudohistoriadores sectarios o sencillamente ignaros consideran todavía depositario de la «legitimidad democrática». No se quieren enterar de que autores tan dispares como Stanley G. Payne, o Salvador de Madariaga, o Pío Moa hace muchos años que coincidieron en que, al menos, a partir de mayo de 1936, España dejó de ser un Estado de Derecho, las instituciones democráticas perdieron toda vigencia, y el poder y la autoridad quedaron en el arroyo. De donde los tomaron las que, como disculpa estúpida, suelen denominar los escritores del «Frente Popular de la Cultura» (Ricardo de la Cierva dixit) masas «incontroladas».

¿Incontroladas? Más bien armadas primero por el propio Gobierno republicano y toleradas después durante tantos meses que resulta ridículo querer exculpar a ese Gobierno de su absoluta, indiscutible responsabilidad .


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