por el Dr. Antonio Caponetto
Publicado en el blog de Cabildo
or enésima vez, ante propios y extraños, y sin asomo de hipérbole, ante la historia, repetiremos que fuimos impugnadores del Proceso, antes, durante y después de su estallido. En sendos tiempos y por motivos múltiples y bien distintos a los que esgrimen de consuno las izquierdas, los fariseos y el mundo. Opositores activos: eso fuimos; con registros documentales de nuestra solitaria toma de posición, y con gestos igualmente verificables, sean los protagonizados por quienes aún vivimos, o por quienes ya se han muerto. Pero es esta irrevocable congruencia la que nos otorga autoridad y libertad para decir lo que hoy se calla, en medio de la ruin vocinglería que pugna por condenar lo sucedido en el trigésimo tercer aniversario del 24 de marzo de 1976.
Se calla la criminalidad marxista que tomó las formas irregulares pero previstas de la guerra revolucionaria, desatada contra nuestro país como parte de la estrategia internacional de la insurrección comunista. Fue esta ofensiva, primera en el tiempo; después y como consecuencia, la reacción de las Fuerzas Armadas; y si de buscar causas eficientes anteriores se tratara, para explicar aquella roja embestida terrorista, aquí entre nosotros, al menos, habría que volver los ojos hacia la quiebra intencional del bien común causada por casi siglo y medio de liberalismo político dominante. El Régimen, que es la democracia liberal en acción, destrozó a la Argentina. A grupas de tamaña ignominia y cultivados por caldo tan maloliente, los marxistas y demás compañeros de ruta asomaron sus depredadoras furias. La reacción de las Fuerzas Armadas era tan legítima como necesaria; y se requería, además, que fuera tan briosa en sus actos bélicos cuanto diáfana en la doctrina con que sustentar aquéllos. En su lugar sobrevino el Proceso, paródica versión castrense del mismo mal regiminoso.
Existía y existe la recta doctrina de la guerra justa, y existieron soldados con porte de guerreros heroicos, caídos gloriosamente en combate unos, o sobreviviendo otros con sus cicatrices a cuestas, en el anonimato o la prisión. Si los altos mandos procesistas trocaron aquella doctrina por casuísticas inmorales, y si en pos de ellas algunos ultrajaron sus uniformes, ni lo uno ni lo otro, que execrable resultan, anulan la licitud de la lucha antisubversiva y el honor y la gratitud debidos a quienes se entregaron limpiamente a ella. Ni lo uno ni lo otro vuelven inocentes y paradigmáticos a los asesinos de la guerrilla, ahora en el disfrute pleno, rencoroso e impune del gobierno. Ni lo uno y lo otro nos autorizan a olvidar los gestos viriles de los que batallaron por Dios y por la Patria.
Cuando el 9 de marzo de 2006, el Brigadier General Eduardo Schiaffino, en servil y traidor alineamiento con sus genuflexos pares, declaró que “no hay solidaridad con el delito, con la tortura y con la cobardía”, debió entonces, en un gesto de coherencia, desenvainar su simbólica espada para atravesar con ella a sus mandantes que exigentes lo observan humillarse. ¿O la Garré y el Kirchner, o los cien nombres vergonzosos de este gobierno homicida, tienen las manos limpias del delito de sedición contra la Argentina, de vejámenes y torturas contra aquellos que secuestraban o asesinaban, y de la cobardía innombrable de atacar como lo hacían, ayer al acecho, en emboscadas torvas, y en la actualidad con la sevicia de un poder despótico e infame? Cuando el mismo Brigadier, tras los pasos inicuos de Godoy y de Bendini, o los de Balza otrora, cumple en repudiar “los excesos agraviantes a la dignidad humana”, debería asimismo, si congruo fuera en decoro, estrellar su repudio en los rostros canallescos del presidente y sus secuaces. ¿O no agraviaron ellos la dignidad humana cuando mataron a mansalva a civiles y militares, sin exceptuar niños o personas indefensas? ¿O no agravian ellos la dignidad humana en los días que corren, con sus políticas explícitamente anticristianas a favor de la contranatura y de la ominosa cultura de la muerte? Cuando, al fin, el aéreo jefe, repulsa a los hombres de su oficio por haber “dejado de lado los valores morales que históricamente fueron la fortaleza de la sociedad argentina”, debería extender la repulsa, si no fallase su hombría, a la clase política bajo cuyas órdenes ofrece tan fiero espectáculo de obsecuencia. ¿O esta lacra montoneril y erpiana que gobierna, sicaria por antecedentes, resentida y burdelesca, mentirosa e indocta, ordinaria y procaz, hedonista y frívola, hecha para el latrocinio y la sodomía, representa acaso la encarnadura de los “valores morales que históricamente fueron la fortaleza de la sociedad argentina”? ¿O tenemos que volver a probar que jurídica y éticamente es a los guerrilleros a quienes se les aplica primero el concepto de crimen de lesa humanidad? ¿O es que se pretende instalar la sinrazón de que los siete años del Proceso fueron una epojé infernal en un devenir de períodos históricos angelicales e incruentos?
Muchas cosas más se callan en este aniversario, declarado con demoníaco sarcasmo, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. Nada nacional hay en los días del oficialismo, signado por la servidumbre al poder mundial del dinero. La memoria que ejercitan es una amnesia selectiva y tergiversadora, en virtud de la cual llaman hazañas a sus depravaciones. La invocada verdad es la falsificación intencional y sistemática de la historia, con peores ardides que los desplegados por la masonería decimonónica. Y la justicia es un tribunal compuesto por aborteros y mamarrachos contranatura.
Ni democracia ni dictablandas. Ni cipayos de overol, de levita o de uniformes. Ni militares emasculados ni la hez izquierdista. Hecha con Chesterton la salvedad semántica, según la cual, la revolución es dar la vuelta entera y regresar al Orden, a treinta y tres años del 24 de marzo de 1976, seguimos repitiendo lo mismo que escribimos entonces, con juveniles brazos, en las paredes de Buenos Aires: No al golpe liberal; sí a la Revolución Nacionalista.
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