or la brillantez de su doctrina y la elegancia abundosa de su elocuencia, la tradición apellidaba a San Juan Damasceno "Crisorroas" (Chrysorrhoas), "que fluye oro". Nosotros le religamos a su ciudad de origen al llamarle Damasceno. De hecho "Crisorroas" y "Damasceno" se emparejan. Pues el apodo antiguo surge espontáneo del ejemplo del río Barada, llamado por Strabón "Crisorroas", porque ha creado el milagro de la ciudad de Damasco. Antes el Barada ha retenido su fluir —agua alimentada por las nieves del Antilíbano y por las lluvias—, apretándolo en estrecho cauce, ahondándolo en profunda garganta. Luego se derrama de golpe, pleno, en la llanura, y surge, como por encanto, en medio de un desierto desolador, una maravilla de floración: canales, surtidores, huertos, frutales, árboles incesantes, jardines, los famosos jardines. Damasco es su única ciudad; pero una ciudad única. El Barada se agota en ella. Al salir, cansado y sucio, sólo a veinticinco kilómetros sus aguas se sumen en la tumba sedienta del desierto.
Lo mismo el Damasceno, el Crisorroas. San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Un río abundante alimentado por dos fuentes: la tradición eclesiástica —las nieves perpetuas que reposan en las cumbres altísimas de los Doctores griegos— y la Sagrada Escritura o el fruto del Espíritu Santo, el agua que el cielo llueve. Sabe Juan, porque Dios le ha dado a conocer el misterio cristiano, que esta agua es su única fuerza. Por eso la retiene y la concentra dentro de la más fiel obediencia; le consagra su vida en servicio pleno y perenne. El día que recibe la ordenación sacerdotal, siendo ya monje de la Laura de San Sabas, rubrica su "profesión y declaración de fe", en la que pronuncia, entre otras, las siguientes palabras: "Me llamaste ahora, oh Señor, por las manos de tu pontífice, para ser ministro de tus discípulos". Y luego: "Me has apacentado, oh Cristo Dios mío, por las manos de tus pastores, en un lugar de verdor, y me has saturado con las aguas de la doctrina verdadera." Traslada así al recinto fecundo de San Sabas el símbolo de su ciudad natal. En San Sabas, con una vida repleta de silencio, de oración y de estudio, va apretando su agua en el cauce de la regla de la fe, libre de desviaciones humanas; la ahonda en la garganta de una humildad de serias profundidades. El milagro final es la explosión de su vida y de su obra; una floración feliz, polifacética, síntesis de toda la escuela de los Padres griegos, sumergida en el aire aromático, vivificante de la santidad. Luego, por diversas causas, la floración y el agua que encerraban dinamismo en promesa para influir en toda la historia subsiguiente, se han estancado a corta distancia en el desierto de un desconocimiento extraño, injustificado. Queda sólo el monumento perenne de la explosión, como Damasco, para solaz, ejemplo y servicio del viandante, de este viajero que es todo cristiano en camino hacia la patria.
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