por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC
AGDALENA Álvarez es esa señora que ha llevado hasta sus últimas consecuencias aquella proclama de irracionalidad lanzada por Adriano del Valle: «Como yo soy poeta / tan superrealista y nuevo, / ahora mismo me agacho / y pongo un huevo». Pero la facilidad ovípara de Magdalena Álvarez ni siquiera precisa agacharse para evacuar estos huevos surrealistas que hacen las delicias de sus auditorios; le basta abrir ese piquito de oro que Dios le ha dado. He aquí el último huevo surrealista evacuado por nuestra Magdalena Crisóstoma: «El lince es un animal con el que estamos sensibilizados. Y más ahora, que hay una campaña con la que intentan devaluarlo».
La campaña con la que intentan «devaluar» al lince la han promovido los obispos; y en ella se contrapone la protección jurídica que se dispensa a ciertas especies animales con la desprotección que se pretende instaurar para los niños gestantes. Campaña que ilustra de modo provocador las contradicciones flagrantes en que suele incurrir -permítasenos el oxímoron- la «sensibilidad progre». Y puesto que, en efecto, la «sensibilidad progre» se ha enojado con la campaña, hemos de concluir que los obispos han dado en el clavo. El huevo surrealista evacuado por nuestra Magdalena Crisóstoma no sería sino la expresión chusca de ese enojo; pero nos servirá para esbozar unas reflexiones sobre el lenguaje moral devaluado que maneja la «sensibilidad progre».
La tradición moral cristiana se caracteriza por postular una visión coherente del mundo, sustentada en el orden de la Creación. Sobre el hombre pesa la obligación de ejercer un «dominio justo» sobre la Creación; obligación que, desde luego, incluye el respeto y protección de toda forma de vida, animal o vegetal, y que se corona con el respeto y protección de la vida humana. A esta visión del mundo la «sensibilidad progre» opone otra que no reconoce el orden de la Creación, postulando una visión del mundo fragmentaria e ininteligible. Pero cuando se hace añicos una visión inteligible del mundo, es preciso envolver esos añicos con una apariencia coherente, de tal modo que persista un sucedáneo de lenguaje moral, aunque su sustancia íntegra se haya disipado. A esta labor de recomposición aparente se le llama ingeniería social; y, si se acomete con una calculada utilización de la emotividad, puede realizarse en apenas dos generaciones.
Como añicos de ese orden coherente destruido tenemos, por un lado, la obligación de respetar y proteger toda forma de vida animal y vegetal, por otro la obligación de respetar y proteger la vida humana. Falta, por supuesto, el vínculo de racionalidad jerárquica -fundado en el orden de la Creación- que ensamblaba y hacía inteligibles ambas obligaciones; por lo que es preciso sustituirlo por «consensos» irracionales. La «sensibilidad progre» establece entonces consensos fundados en el utilitarismo, no sin antes disfrazarlos con la coartada emotiva de la «extensión de derechos». Así, la protección de los animales ya no es una obligación derivada del «dominio justo», sino de unos ficticios «derechos» cuya titularidad se atribuye a los animales; y la protección de las personas ya no se funda en su dignidad intrínseca, sino en el puro ejercicio utilitario de la voluntad, que se disfraza de un ficticio «derecho a decidir» cuya titularidad se atribuye a las mujeres. Ficticios «derechos» a los que luego se otorga rango jurídico mediante la mera aritmética parlamentaria.
Pero, como ocurre siempre que se impone una moral fragmentaria, carente de cualquier sustancia que no sea ocultar la voluntad de poder, las contradicciones acaban siendo tan profundas que hacen la vida social conflictiva hasta extremos insoportables. Esto ocurre también en el curso de apenas dos generaciones; pero, entretanto, podemos distraernos con los huevos surrealistas evacuados por nuestra Magdalena Crisóstoma.
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