Por Pío Moa
Tomado de Razón Española
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es un historiador no católico, proveniente del PCE (partido comunista español), que en su afán de objetividad histórica ha terminado por ser "políticamente incorrecto".
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Se ha alegado a menudo que Moa tendría que ser ignorado porque no es profesor. Con ello, parece sobreentenderse que sólo los profesores son capaces de tener un pensamiento serio o de escribir convenientemente sobre historia. En primer lugar, ello resulta risible, dado que es fácilmente demostrable que no fueron profesores la inmensa mayoría de los hombres y mujeres más sabios de la humanidad. Semejante noción sería particularmente grotesca en países como Inglaterra o Estados Unidos, donde la mayoría de las mejores y más leídas obras de historia no son escritas por profesores. Todo lo que ello pone una vez más de manifiesto es el carácter estrecho, semicerrado, corporativista y endogámico del mundo universitario español a comienzos del siglo XXI.
Stanley G. Payne, hispanista, doctor en Historia por la Universidad de Columbia y miembro de la Real Academia Española de la Historia.[34]Pío Moa sí que es un historiador serio y riguroso como ha habido muchos otros en la investigación española, Sánchez Barba, Candell, nos permite ver que la historia española sigue viva, siendo magníficamente estudiada y vendiendo mucho.
Ricardo de la Cierva, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad de Alcalá de Henares (hasta 1997) y Ministro de Cultura en 1980
Ricardo de la Cierva, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad de Alcalá de Henares (hasta 1997) y Ministro de Cultura en 1980
En medio del políticamente correctísimo panorama literario español descuella desde hace unos años la obra de Pío Moa. Antiguo militante de formaciones de izquierdas, incluido el GRAPO, pocas personas hubieran podido pensar que alguien tan extraviado hace años alcanzara cumbres de lucidez y sentido común como las transitadas por él en sus libros. (...) La lectura de Moa es sabrosa, interesante y luminosa. No requiere -salvo la excepción ya señalada- de grandes conocimientos previos para poder entenderlo y aprovecharlo. En realidad, este libro [La sociedad homosexual y otros ensayos, Editorial Criterio Libros, Madrid, 2001. ISBN 84-95437-08-2], como otros de Moa, tan sólo requiere para leerlo el despojarse de anteojeras y prejuicios y el deseo de conocer la verdad por encima de propagandas. Cuando se dan esos requisitos previos, el resultado merece innegablemente la pena.
César Vidal, historiador, escritor y periodista
César Vidal, historiador, escritor y periodista
¿Por qué los eruditos españoles (con la única excepción de un escritor que no es profesor universitario y que ha sido deliberadamente marginado por los historiadores del establishment) no han estudiado la represión? ¿Hay alguna barrera ideológica que les prohíbe hacerlo?
Henry Kamen, historiador, miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona
Henry Kamen, historiador, miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona
n 1981, en un foro titulado ¿Es posible la convivencia en España?, Laín Entralgo condicionó la convivencia real a una pública confesión de los errores y crímenes del pasado, en referencia a la guerra civil. A tal pretensión, sentimental y en el fondo vana, opuso R. Salas Larrazábal que la concordia entre los españoles actuales y futuros «tiene muy poco que ver con el arrepentimiento o el empecinamiento de sus antepasados». Salas veía la guerra como un problema de historia; Laín como un problema básico de política actual. Este insistió desde El País: «Durante casi cuarenta años, la pública consideración de los vencidos como antiespañoles, asesinos, horda roja, etc., ha sido entre los vencedores una regla constante. ¡Qué antología de textos podría componerse!» Los horrores reseñados en la Causa General son ciertos -concedió- pero también lo son los crímenes contrarios, por lo cual animó a los partidos entonces en la oposición a elaborar su propia Causa.
«¡Pésima idea!, observó Salas. Un aspecto de la guerra, como de todas, fue la prédica del odio al enemigo y la creación, contra él, de una leyenda de crueldad sin par. Desde luego, ¡qué antología podría componerse con los textos del Frente Popular contra el «fascismo»! ¡Y con los de cada partido de dicho Frente contra sus socios! Sería ingenuo, o algo peor, esperar que fueran a demoler esas leyendas quienes las crearon, es decir, los partidos y los intelectuales y propagandistas a su servicio. De la propuesta de Laín sólo podía salir lo que en efecto salió: una literatura revanchista y empapada de odio, como Víctimas de la guerra y tantos panfletos más, instrumentos de una política actual. ¿A qué vienen, si no, las exigencias de que la Iglesia pida perdón por una guerra cuyos mayores causantes fueron, precisamente, los exigentes? El camino es otro, dice Salas: la guerra «debe relegarse a la historia, y ser tratada con objetividad, humildad, comprensión y amor a la verdad».
Tampoco sirve a la verdad la invocación sentimental de los cuarenta años de supuesta indefensión de los vencidos. Cuando salí de la niñez, con los años sesenta, se hablaba poco de la guerra, y a finales de la década se iban imponiendo, como en el exterior de España, las versiones de los vencidos, llenas de falsedades. En 1981 ya prevalecían por completo esas versiones que «no se someten a crítica y han creado un estado de conciencia que resiste impertérrito a cualquier prueba en contrario», apuntaba Salas. Al estudiar la guerra, yo mismo he debido hacer un esfuerzo constante por cuestionar los viejos tópicos, cuyo pesado influjo sobre el espíritu desafía a los documentos y a la lógica.
Viene esto a cuento por un artículo de Ignacio Sotelo en El País, acerca de las ideas de Laín sobre la historia de España. Artículo merecedor de atención.
«A la generación sobreviviente (de la guerra) -dice Sotelo- le quedaba el compromiso moral de dar cuenta de las causas de la tragedia, para evitar que se repitiese». Y esas causas las expone Laín, en una vasta generalización, como la confrontación entre el catolicismo tradicional y la modernidad: «El mundo moderno es el mal y el error, dicen los tradicionalistas; el catolicismo no es aceptable para el hombre moderno y debe ser relegado al pretérito, afirman nuestros progresistas. Las dos tesis son, además, irreductibles a un proyecto histórico. ¿A qué podían conducir? En España, forzosamente, a la guerra civil».
Las interpretaciones generales, como la de la lucha de clases o, más modestamente, ésta de los católicos y los modernizadores, resultan fascinantes, porque explican los sucesos «a lo grande», por encima de los hechos concretos, siempre fatigosos de aclarar. Pero por lo común los hechos suelen dar buena cuenta de esas generalizaciones excesivas, y así ocurre en este caso. Ante todo, ¿quiénes eran los modernizadores, para Laín? Parece claro cuando cita, en su propuesta de una Causa General desde la izquierda, a «republicanos, socialistas y masones vilmente asesinados». Pero, ¿y los comunistas, socialistas de Largo Caballero y anarquistas, que sufrieron muchas más víctimas? Significativamente, Laín los ignora: se ve que no acaban de entrar en el molde de los modernizadores, al revés que los republicanos, masones y socialistas del sector minoritario de Prieto, se sobreentiende.
Ahora bien, desde 1934, los revolucionarios, y no los supuestos modernizadores, componían, con gran diferencia, la parte principal y más organizada de las izquierdas, y los católicos tradicionalistas se sublevaron invocando, precisamente, el peligro de revolución. Una seudocrítica muy repetida afirma que esa invocación no pasaba de pretexto, pues tal peligro no existía, pero basta comprobar el leve peso de los modernizadores frente a los revolucionarios, y el sabotaje de éstos a aquéllos, para ver el sólido fundamento del temor derechista. Prieto mismo definió la situación, dos meses y medio antes de la revuelta, como insostenible. En 1936 no se planteaba en España ninguna modernización, sino la revolución. Sin esto, la comprensión de la guerra y sus raíces se vuelve imposible.
El conflicto, por tanto, no ocurrió entre modernizadores y católicos tradicionalistas, sino, en todo caso entre éstos y los revolucionarios. Pero dejar esto en claro requiere examinar con mayor detalle el papel real de los supuestos modernizadores.
Lo que Laín llama modernizadores eran en 1936 un apéndice de los revolucionarios. habían tenido su gran oportunidad en 1931, pero su balance difícilmente satisfará ni siquiera a un católico progresista: una oleada de incendios de conventos, bibliotecas, escuelas y obras de arte; una constitución hecha de espaldas a la mitad de la sociedad; leyes como la de Defensa de la República, o la de Vagos y Maleantes, que establecían una dictadura de hecho, con aplicación frecuente de la censura, cierre de periódicos, detenciones arbitrarias, etc.; un plan para eliminar la educación religiosa, con grave perjuicio directo para cientos de miles de personas; brutalidad policial, culminada en Casas Viejas, y manifiesta en el uso de la tortura y en la muerte por la policía, y en solo dos años, de muchos más obreros que la causada en dos decenios por el régimen de la Restauración, o en seis años por Primo de Rivera; miseria popular, reflejada en el aumento de las muertes por hambres, que volvieron a cifras de principios de siglo; auge espectacular de la delincuencia, en especial la política, con atentados, bombazos, etc.
Frente a los hechos, los Laín, Sotelo y otros apelan a las «buenas intenciones» de sus patrocinados, como si nadie más las tuviera: ¡Los republicanos tenían la excelente intención de modernizar el país! Hablan de la reforma agraria, pero ésta fue mal concebida y peor realizada; el impulso a la instrucción pública, aunque al mismo tiempo la contrajeron al excluir a los religiosos, y redujeron su nivel, al introducir en ella miles de maestros más politizados que profesionales; de la autonomía de Cataluña, aunque los republicanos catalanes la utilizaron para socavar la legalidad y sublevarse contra ella, etc. Como era lógico, la oportunidad de los modernizadores pasó pronto, y en noviembre de 1933 ganó las elecciones el centro-derecha. Fue entonces cuando aquéllos dieron toda su talla: simplemente probaron a burlar la voz de las urnas con intentos de golpe de Estado, y desestabilizaron al gobierno legítimo hasta que, en octubre de 1934, se rebelaron los modernizadores catalanes, con el apoyo moral del resto del país, y en connivencia con los revolucionarios socialistas.
Esta realidad se ha disimulado o excusado con el temor al fascismo. Pero el supuesto peligro fascista, al revés que el peligro revolucionario, e ra falso: una falsedad deliberada, urdida por modernizadores y revolucionarios para soliviantar a las masas y encubrir su propio ataque a la legalidad. Estos hechos pueden considerarse hoy día indudables, disimularlos o excusarlos revela un espíritu alarmante, tan poco respetuoso con la democracia y las libertades como el de aquellos sospechosos modernizadores.
Lo ocurrido en octubre del 34 fue mucho más que un error, como cree Laín: fue que el Psoe (salvo Besteiro) y la Esquerra, con apoyo político de los republicanos de izquierda, declararon la guerra al resto de España, cada cual con sus propios objetivos. Pues bien, esa declaración no fue retirada después del fracaso, juzgado momentáneo. Al contrario, los modernizadores no vacilaron en aliarse con los revolucionarios en el Frente Popular, en torno a un programa revanchista. Se ha calificado este programa de moderado, pero creo haber probado lo contrario: reivindicaba de hecho la guerra de octubre y pretendía reducir a la derecha a un papel testimonial, mediante la llamada «republicanización del Estado».
Ganadas las elecciones de febrero de 1936 en circunstancias caóticas, los modernizadores tuvieron su segunda oportunidad, y gobernaron. Pero sus aliados extremistas tenían mucha más fuerza que ellos. Los comunistas (ya entonces muy influyentes) les presionaban para que, desde el gobierno, aniquilasen a la derecha católica y encarcelasen a sus líderes. Los socialistas de Largo Caballero, hegemónicos, propiciaban el desorden con el fin de hacer fracasar al gobierno republicano y heredarlo, sin riesgo de nueva insurrección, e imponer la dictadura proletaria. Y los anarquistas, convencidos de la cercanía de su revolución, contribuían a la violencia. Estas fuerzas pesaban, como he dicho, más que los modernizadores. Y los asesinatos, asaltos a periódicos y locales derechistas, quemas de iglesias, invasiones de la propiedad, etc., se pusieron a la orden del día.
Según una versión muy difundida, la derecha católica y parte del ejército comenzaron a conspirar tan pronto como perdieron las elecciones. La verdad es otra. Hasta finales de mayo no hubo conspiración militar seria, y la derecha centró sus esfuerzos en presionar al gobierno para que cumpliera con su deber más elemental: garantizar el orden público. Pero, en el propio Parlamento, los modernizadores se negaron a cumplir ese deber, mientras comunistas y socialistas amenazaban de muerte a los peticionarios. Ese acto, repetido dos veces, privó de legitimidad al gobierno e hizo pesar sobre la derecha la amenaza, real y próximo, de destrucción. En esas circunstancias, no hubo tal «rebelión contra un gobierno legítimo y democrático», como pretenden muchos -y como sí ocurrió en octubre del 34-, sino contra un gobierno deslegitimado por su falta de voluntad y de capacidad para defender la ley, y por su alianza con los revolucionarios. ¿Dónde está aquí el conflicto entre católicos tradicionalistas y modernizadores? Estos últimos apenas tenían importancia en el drama, arrastrados y desacreditados por su pacto con la revolución.
«Laín -escribe Sotelo- ha sido uno de los pocos españoles que desde el catolicismo ha señalado la responsabilidad de la Iglesia en la preparación espiritual de las guerras civiles y señala como ejemplo la actitud que la Iglesia mantuvo ante la segunda República». Pero esa actitud, aunque recelosa -con buenas razones- fue extraordinariamente moderada y absolutamente alejada del guerracivilismo practicado, en cambio, por sus contrarios. Si de algún modo la política de la Iglesia, reflejada en la CEDA, contribuyó a la guerra fue por su blandura e indecisión, que suscitaron en sus enemigos el desprecio y la idea de no tener enfrente una fuerza seria.
La historia reciente de la Iglesia puede enfocarse de diversos modos. Sus enemigos la tratan como la práctica de una ideología oscurantista feudal o burguesa, diseñada para enturbiar las convivencias y atar al hombre a la servidumbre, la ignorancia y el atraso. Para ellos, su mero carácter religioso la hace enemiga jurada del progreso, y a partir de ahí su actividad, sea cual fuere, queda enjuiciada y condenada automáticamente.
Curiosamente, los católicos progresistas comparten en gran medida esa apreciación y el escaso respeto a los hechos históricos. Solo salvan en el catolicismo a un sector progresista -ellos mismos-, capaz de rectificar la historia anterior y de adaptarse al mundo moderno. Por supuesto, reconocen las agresiones sufridas por la Iglesia, pero aun así tienden a culparla de ellas, achacándole incomprensión con sus enemigos, hacia los cuales le exigen un plus (muy alto) de misericordia y mansedumbre.
Pero con un enfoque laico y «moderno» sólo se puede exigir a la Iglesia lo que a cualquier otra institución, es decir, respeto a la ley, sin ningún plus de ese tipo. Y aunque sobre el democratismo de la Constitución republicana habría mucho que decir, la Iglesia la acató y no así sus enemigos. Pues, indiscutiblemente, el anticlericalismo jacobino y revolucionario fue el que asaltó y destruyó su propia legalidad, y el que promovió la violencia contra los católicos, y no a la inversa. Con todo, Sotelo y «muchos católicos», a imitación de Laín, «siguen esperando de la Iglesia unas palabras de arrepentimiento». Si esos «muchos» hablan como «hombres modernos, el arrepentimiento deben exigírselo a los otros. Y si hablan como religiosos tan exigentes en relación con la Iglesia, harían bien en mostrar la misma exigencia respecto de sí mismos, y examinar los autos de su progresista acción, en los que acaso encontrasen algún motivo para arrepentirse también ellos. Desde un punto de vista laico, al menos, los motivos son sobrados.
Durante la república, el católico presidente Alcalá-Zamora se mostraba muy orgulloso de su progresismo. La izquierda acogía sus pretensiones con crueles mofas, pero ello no le impidió mostrar la mayor comprensión, teñida a veces de temor, hacia Azaña, Maciá o el Psoe, incluido Largo Caballero. Podría entenderse su actitud como caridad cristiana o algo así si no fuera porque se convertía en hosquedad e incomprensión hacia la derecha moderada de Gil-Robles. En el primer bienio, recuerda Azaña, el presidente de la república no molestó a la izquierda, salvo a última hora; pero luego se convirtió en un azote para el gobierno de centro derecha. Contribuyó a destruir el Partido Radical, importante elemento de equilibrio del régimen, impidió a la derecha aplicar su programa, y por fin la expulsó del gobierno en un momento peligrosísimo, abriendo la puerta del poder a una izquierda revanchista. Su comprensión excesiva hacia los violentos y su arrogante hostilidad hacia los moderados, fue, indiscutiblemente, un factor de primer orden en el despeñamiento hacia la guerra.
Algo así cabe decir del PNV. Pese a su extremo clericalismo ayudó al triunfo electoral del Frente Popular, en febrero del 36, al negarse a pactar con las demás derechas. Y cuando se reanudó la guerra, en julio, colaboró con quienes asesinaban en masa a clérigos y cristianos, ofreciéndose para lavarles la cara ante la pésima imagen internacional que esa persecución les valió. Clérigos peneuvistas llegaron a sostener que la persecución se la había ganado la Iglesia española -salvo la vasca-, por su reaccionarismo. Todo lo cual no impidió al PNV traicionar luego al Frente Popular, cuando lo vio perdedor en la contienda.
Esta actitud, displicente o algo peor, hacia las víctimas la encontramos también entre los católicos progres actuales. La tortura y matanza de miles de personas, que murieron perdonando a sus verdugos y «sin una apostasía», como cantó Claudel, impresiona a cualquiera, sea cristiano o ateo. Pero no así a los católicos progres, proclives a murmurar contra las beatificaciones, y partidarios de relegar a un polvoriento olvido a sus correligionarios mártires, mientras insisten en el arrepentimiento de la Iglesia.
Según Laín y Sotelo, «la mayor culpa recae sobre una Iglesia que no mostró con los vencidos ni un ápice de caridad cristiana en el tiempo en que tuvo más poder y más se necesitó su amparo maternal». Esto, dicho así, sin matizar, es simplemente falso. Además, quienes con mayor dureza trataron a los vencidos fueron quizá sectores fascistas o parafascistas, en cuya ala más filonazi militaba Laín entonces, aunque él, personalmente, no participara en las venganzas ni las alentara.
Estas cosas, vistas desde fuera de la religión, podrían motivar el comentario: ¡es asunto de los católicos! Pero en realidad afecta a toda la sociedad. El catolicismo progresista deplora intensamente el apoyo de la Iglesia al régimen de Franco, pero la cosa no tiene ningún secreto. La victoria de Franco salvó indudablemente a la Iglesia de su completa destrucción física en España, y su régimen representaba el valladar contra la revolución. Pío XI había declarado el comunismo «intrínsecamente perverso», por lo que «no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno, los que quieren salvar la civilización cristiana. Cierto que un católico moderado como Gil-Robles apostó, al final de la guerra mundial, por un cambio de régimen, pero lo hacía pensando, muy erróneamente, que éste se iba a derrumbar bajo la presión de los aliados, o que éstos iban a entrar en Madrid con sus tanques. Gil-Robles preconizaba, además, un régimen monárquico a duras penas democrático y aun más difícilmente viable en las circunstancias de entonces.
La actitud del Papado hacia el comunismo cambió notablemente en los años 60, y amplios sectores eclesiásticos, en España y fuera, promovieron el «diálogo» con los marxistas, y otras puestas al día. Muchos clérigos, sobre todo en el País Vasco, llegaron a identificar, al menos en buena parte, la misión de la Iglesia con el supuesto objetivo comunista de acabar con la pobreza, y se dedicaron a socavar al régimen de Franco (y el capitalismo, en general). Bien está, si se quiere, pero lo cierto es que el franquismo estaba erradicando la pobreza con muchísima mayor eficacia que los comunistas, los «cristianos por el socialismo» o la «teología de la liberación» en cualquier lugar donde éstos hayan tenido poder. El balance de logros del cristianismo progresista a favor de los pobres es simplemente nulo. En cambio ayudó poderosamente al desarrollo del PCE, de grupos maoístas partidarios de la «lucha armada» como la ORT, y especialmente del terrorismo de ETA. Con estas prácticas, el catolicismo ha sufrido y sufre una de las mayores crisis de su historia. Esta consecuencia podría tener, quizá, poca importancia desde un punto de vista laico, pero no así la causa, es decir, la implicación, abierta o solapada, pero indudable del progresismo cristiano con el comunismo, los separatismos balcanizantes y el terrorismo. Y como esas fuerzas violentas y amenazadoras siguen en acción, quizá fuera más conveniente exigir arrepentimiento a quienes contribuyeron a promoverlas, que a quienes se aliaron, por razones muy comprensibles, con un régimen que los salvó literalmente, y que de todos modos es hoy historia pasada.
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