Por el R.P. Gustavo Podestá
Tomado de Catecismo
"...
ste estar en camino, propio de la vida cristiana, es quizá lo que no comprenden aquellos a quienes Mateo escribe. No entienden cómo pueden ser príncipes, hijos de Dios y, al mismo tiempo, vivir en medio de dificultades, esperando un Reino que parece que nunca llega y, aparentemente, sin más ventajas que los paganos. ¿Acaso si fueran realmente príncipes, hijos de Dios, no tendría que irles todo bien, no tendría Dios que protegerlos especialmente y hasta satisfacerlos en sus necesidades temporales y aún darles el poder político, como querían los zelotes y aún esperaban saduceos y fariseos?
¿No soy hijo de Dios? Como me han dicho en el bautismo: “tu eres mi hijo muy querido” Y si soy hijo de Dios ¿cómo no me va bien en todo sentido?
Son las mismas palabras del tentador, mis nostalgias de Egipto: “Si tu eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en pan… Si tu eres el Hijo de Dios, tírate abajo…” ¿Ven? En Mateo la escena de hoy no es sino una corrección a lo que para nosotros –y, por supuesto, para Cristo- significa el título de hijos de Dios que adquirimos en el bautismo.
Y -vean-, en el fondo, la deformación o tentación, es creer que el título de hijos de Dios nos da derecho a recibir inmediatamente la corona, no para seguir avanzando hacia la tierra prometida; sino para volver a Egipto como conquistadores. Usar lo cristiano para obtener lo humano, no lo divino.
Y -aparte el lenguaje tan bíblico de los pasajes de hoy, quizá por ello alejados de nuestra mentalidad- estas tentaciones las ha tenido siempre, tanto la Iglesia en cuanto institución humana, como los cristianos.
Desde una jerarquía que se olvida, tantas veces, de predicar las realidades fundamentales para inmiscuirse en problemas puramente temporales, degradando lo sagrado al servicio de lo profano, el evangelio al servicio de la democracia, cambiando el maná de la palabra de Dios por las lentejas de las arengas socialistas, ocupándose de las hambres biológicas y olvidándose de las divinas; pasando por algunos cristianos que piensan que la instauración del Reino pasa más por la revolución política que por la santidad, olvidando que no fue la cristiandad la que fundó el cristianismo, sino el cristianismo el que sustentó a la cristiandad y que buscando el Reino de Dios lo demás se nos dará por añadidura y que es inútil que estudiemos mucha doctrina y hagamos planes y afilemos sables si no nos hacemos santos; hasta llegar a cada uno de nosotros, pobres cristianos, confundidos y tentados, que pretendemos que Dios intervenga constantemente en nuestra vida, arreglando nuestros problemas fuera de sus cauces naturales y razonables y nos enojamos cuando, en el desierto del caminar cristiano, a veces, nos encontramos con la áspera roca, seca arena y escorpiones y no siempre en los oasis; o cuando nuestra fe, trastabillante, para mantenerse anda en busca de signos o milagros o éxitos más allá de la evidencia de una realidad y un Magisterio infalible que constantemente nos habla claramente de Dios.
O cuando, desde la montaña altísima de la televisión o del cine o las revistas, se nos muestran las diversiones y riquezas de esta tierra, y nos piden adoremos a sus señores para obtenerlas.
Sí, también nosotros debemos escuchar -y repetir- siempre la respuesta de Cristo: ser hijo del Rey no es, ahora y aquí, vivir regaladamente; sino como verdadero príncipe, hijo, oír siempre en obediencia la palabra del Padre, alimentarnos de su boca, sabiendo que, sin necesidad de milagros, Él, a través de Su providencia -que utiliza las causas naturales y aún las voluntades torcidas de los hombres- todo lo maneja lo lleva hacia nuestro bien. Probándonos en combate y fatiga, en estudio y esfuerzo, en sudor y sangre, en confianza y alegría.
La cuaresma que el miércoles pasado hemos comenzado es época especial para reflexionar sobre nuestra verdadera calidad de cristianos y nuestra verdadera meta. Es la época de volver a elevar nuestras miradas y hambres hacia los auténticos horizontes cristianos, de volver a repetir el ‘no' rotundo de Cristo a las tentaciones del adversario, de no distraer más de lo necesario nuestra mirada en los reinos de este mundo con todo su esplendor, en espectáculos frívolos, en diversiones superficiales, en añoranzas de Egipto.
Rectificar nuestro rumbo, aún con la penitencia y la confesión, y asumir plenamente nuestra condición de Hijos de Dios, príncipes en camino, calzados en hierro y cuero, dejando atrás a los faraones y sus lentejas, hacia la conquista del Reino y su corona.
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