por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLSemanal
ada vez estoy más convencido de que la crisis que padecemos es una plaga bíblica. Es una certeza que se acrecienta y arraiga cada vez que reparo en las manifestaciones de los politiquillos y los banqueros, hermanados en su desconcierto de boxeadores sonados, incapaces de detener el derrumbe, incapaces incluso de comprender los signos de ese derrumbe, incapaces de oponer remedios ante el avance de una plaga que devora a los hombres y convierte sus ídolos en humo. ¿No vemos acaso a los politiquillos y a los banqueros farfullando incoherencias, anunciando una recuperación inverosímil para tal o cual fecha, lanzando previsiones ridículas, arbitrando soluciones estériles? Su empeño nos recuerda al del escarabajo panza arriba que patalea frenético, pugnando en vano por darse la vuelta; y en ese pataleo seguirán hasta descoyuntarse y fenecer, como el escarabajo, salvo que una mano salvadora venga en su auxilio. Porque para afrontar esta crisis primero hay que entender su naturaleza, que sólo es económica en sus manifestaciones ‘fenoménicas’, en su parafernalia externa; pero en su esencia más profunda es la crisis de una idolatría. Ya hemos descrito esta idolatría en artículos anteriores. La conversión del dinero en ‘ídolo de iniquidad’ nos ha empujado a adorar, azuzados por la avaricia, el fantasma de un fantasma. Hoy toda esa fantasmagoría se derrumba: los banqueros se niegan a soltar el dinero que custodiaban (en realidad nada pueden soltar, pues el dinero se ha convertido en humo); y los politiquillos que nos habían prometido el Paraíso en la Tierra se debaten en la desesperación, porque sus taumaturgias ya no funcionan. Pronto se correrá el velo del templo de la idolatría: aparecerá Obama ante las cámaras, o cualquiera de los reyes de la tierra que la idolatría ha elevado a la categoría de falsos mesías, anunciando con voz compungida la quiebra de los bancos, el fin de la fantasmagoría; y será entonces cuando la plaga que ahora nos resistimos a reconocer –aunque ya estemos probando sus signos– se derrame caudalosa. Por supuesto, para entonces banqueros y politiquillos –los sacerdotes de la idolatría– habrán huido despavoridos, dejando en su estampida abandonados y desnudos a los fieles de su culto. ¿Qué harán entonces esos hombres abandonados y desnudos? En la narración de las ‘siete copas’ del Apocalipsis leemos que, cada vez que una plaga se abate sobre ellos, los hombres, en lugar de arrepentirse de sus actos, «blasfeman el nombre de Dios»; esto es, se entregan a una nueva idolatría. Pero también leemos en esta narración: «Bienaventurado el que vela y guarda sus vestidos para no andar desnudo y que se vean sus vergüenzas». ¿Y cuáles son esos ‘vestidos’ que nos protegen de las plagas, que nos pertrechan contra el derrumbamiento de las falsas realidades sobre las que se fundan las idolatrías? Benedicto XVI, en la inauguración del sínodo reciente, proponía una meditación sobre los signos de derrumbe que por doquier presenciamos llena de penetración y conocimiento profundo de las cosas: «Lo estamos viendo ahora en la quiebra de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada. Y así todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que hay que contar, son realidades de segundo orden. Quien construye su vida sobre estas realidades, sobre lo material, sobre el éxito, sobre la apariencia, construye sobre arena. Sólo la Palabra de Dios es fundamento de toda la realidad, es estable como el cielo, y más que el cielo: es la realidad». Ya en la misa que precedió a la celebración del último cónclave que lo elegiría Papa había avanzado otra reflexión sobre el mismo asunto: «El dinero no se queda. Los edificios tampoco se quedan, ni los libros. Después de un cierto tiempo, más o menos largo, todo esto desaparece. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. El fruto que queda, por tanto, es el que hemos sembrado en las almas humanas, el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la Palabra que abre el alma a la alegría del Señor». Se trata, naturalmente, de una meditación escandalosa, en una época idólatra que ha deificado las apariencias perecederas y construido sobre la arena; pero cuando todas las ‘realidades de segundo orden’ desaparecen, sólo queda la fe de los hombres. Y sólo esa fe sobrevive a las plagas y es capaz de salvar el mundo; lo demás son pataleos frenéticos de un escarabajo panza arriba.
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