por el R.P. Alfredo Sáenz, S.J.
Ediciones Excalibur, Buenos Aires, 1982
Antonio Caponetto
Ediciones Excalibur, Buenos Aires, 1982
Prólogo
Jorge Norberto FerroAntonio Caponetto
I. FE Y MILICIA
uele afirmarse en nuestros días que el espíritu evangélico es incompatible con la condición militar. Esto conduce por lo común a una serie de oposiciones dialécticas invariablemente falsas. Así el mensaje cristiano queda reducido a una pasiva aceptación de cualquier cosa, a condición de que se mencione genéricamente la "fraternidad", el "amor" o algún otro tópico por el estilo, cuanto más vagamente mejor. A su vez, el estado militar se reduce al ejercicio ciego de la violencia, descontando que ella será siempre sinónimo de abuso y atropello.
Las consecuencias de este planteo revisten mayor gravedad que lo que podría parecer. En efecto, no son ya los posibles excesos o vicios del soldado los que resultan cuestionados, sino la existencia misma de lo militar en un marco cristiano, la misión y el estilo del hombre de armas.
De allí a la desmovilización ética de los cuadros militares hay muy poco trecho, pues la disyuntiva planteada conspira contra su misma naturaleza. O las fuerzas armadas se adecúan a una mentalidad pacifista, internacionalista... "cristiana", o es preferible que desaparezcan.
En este mundo de imprecisos "derechos humanos" y de "adultez de la humanidad", que desconoce las nociones de Orden y Jerarquía; que, de espaldas a la Realeza de Cristo, ha identificado el progreso con la apostasía, subordinando la Justicia a la comodidad y la Verdad a la conveniencia; que descree del amor a la Patria, procurando un mundialismo utópico y un paraíso en la tierra, mientras hipócritamente se perpetran las peores atrocidades en este mundo, pues, es lógico que la figura del soldado resulte tan insoportable como extemporánea, y que se pretenda también que resulte anticristiana.
Porque el auténtico soldado sabe que "milicia es la vida del hombre sobre la tierra", que hay bienes que no son mediatizables ni negociables, y por los cuales es preciso estar dispuesto a dar la vida; que los pueblos y las naciones crecen cuando combaten contra la infidelidad a sus misiones y contra lo que se oponga a su verdadero destino; y que hay una violencia legítima cuando se ofrece y se derrama la sangre en defensa de Dios y del Orden por El instaurado.
En el plano religioso, las consecuencias a las que aludíamos son igualmente serias. Se pretende reducir la doctrina cristiana a una serie de recetas para asegurar una promiscua convivencia. De este modo, el cristiano deberá ser ecléctico y anodino, adaptable a todo y con todo reconciliable; capaz de rápidos cambios de puntos de vista y de múltiples transacciones, aunque resulten contradictorias. Nada suscitará su rechazo frontal ni moverá su cólera. La norma será el tipo humano edulcorado y sumiso. El lema, pedir perdón por un pasado presuntamente intolerante y cerril.
No es extraño entonces, que cuando la Iglesia Católica acepta a las fuerzas armadas instituídas en los países civilizados del mundo cristiano y convive con ellas, no falten sectores que generen hacia Ella actitudes de sospecha o de acusación; como si la Iglesia estuviera traicionando sus principios. No obstante, son esos mismos sectores los que nada dicen cuando algún o algunos miembros de la catolicidad, participan —como viene sucediendo dolorosamente— en las fuerzas bélicas de las organizaciones terroristas. Y es aquí cuando la falacia del pacifismo se hace más evidente.
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