por Eulogio López
Tomado de Hispanidad
on palabras de Chesterton que resumen, con un siglo de adelanto, la actual situación de sexo sin concepción y concepción sin sexo.
El proyecto de ley del aborto que ha aprobado este jueves 15 el Consejo de Ministros español no aumentará mucho el número de abortos en España (por contra, la Píldora del Día Después, que es abortiva, sí). Simplemente se trata de ofrecer una coartada a la legión de mujeres -y varones- que han cometido el horror de asesinar a su propio hijo: el homicidio convertido en derecho. Lo mismo que la sonrisa, la sonrisa de la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, convertida en mueca.
Digo que no aumentará el número de abortos en España porque ya existía el aborto libre. No olvidemos que la ley del 85 no pone límite de tiempo cuando existe peligro para la salud física o psíquica de la madre, que es nunca, pero siempre puede argüirse para librarse del paquete. No cabe duda, el Zapaterismo pasará a la historia, a la historia de la barbarie. El aznarismo, a la historia de la connivencia homicida y cobarde.
A ver si nos entendemos: el actual anteproyecto de ley, ¿amplía el aborto respecto a la norma de Felipe González de 1985? En mi opinión, no. Incluso puede plantearse lo contrario. La ley del 85 es salvaje: una mujer puede matar a su hijo el mismo día del parto si existe peligro para su salud psíquica, el gran coladero. Ahora se no dice que se eleva de 12 a 14 las semanas para le aborto libre. ¿Es así? No. Tenemos que meternos en la cabeza que la ley del 85 no permitía el aborto en las 13 primeras semanas de gestación. Ese lapso se refería al aborto por violación. Luego eran 22 semanas para la malformación del género e indefinido, sí, indefinido, en cualquier momento, cuando existiera peligro para la salud física o psíquica de la madre, supuesto bajo el que se perpetran el 97% de los 112.000 abortos actuales en España.
El cambio actual de ZP consiste en la desfachatez homicida de convertir una despenalización en un derecho, el derecho a asesinar al inocente: Durante las primeras catorce semanas de embarazo la mujer no tiene que decir por qué quiere abortar: simplemente aborta. De hecho ahora se hace así, sólo que con la estafa legal de rellenar un cuestionario donde un psicólogo ya ha firmado, al final, su decisión de que si no aborta, la mujer puede sufrir grandes depresiones.
La semejanza con el divorcio express es grande. La reforma divorcista de ZP es, al igual que el anteproyecto de ley aprobado el jueves 14 por el Gobierno, una cuestión de conciencia, de mala conciencia. Como decía la ilustrísima señora vicepresidenta, “a nadie hay que preguntarle por qué se divorcia”. Con ello se cargaba todo el derecho, porque el matrimonio religioso, civil o de hecho, al igual que la constitución de una sociedad, la firma de una hipoteca o cualquier otro acto reglamentado, es un contrato que conlleva derechos y obligaciones que no se pueden romper porque sí. Pero la ‘vice’ tiene esta mentalidad enloquecida, y el ‘presi’ aún peor. Igual con el aborto: aborto porque me da la gana. No más que antes, pero ahora no tengo que justificarme. Es mi derecho a matar a mi hijo y lo hago porque me da la real gana.
Y entonces, ¿por qué lo hacen? Pues porque, engolfados como están en el mercado de la muerte, en el odio a la humanidad y, en concreto, en la aversión a la debilidad y la inocencia, han caído de lleno en lo que el Evangelio conoce como el pecado contra el Espíritu Santo: atribuir a Dios las obras el demonio. En laico: el mundo al revés. Se trata de presentar el aborto, no como un mal necesario, sino como un bien deseable, como un derecho. Por cierto, la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado que, según el Evangelio, no podrá perdonarse ni en este mundo ni en el otro. No porque Dios no quiera perdonarlo sino porque supone, no un atentado contra la moral, sino una inversión de la norma moral, donde lo bueno es malo y lo malo es bueno. Ergo, no sep puede perdonar porque los reos de esta blasfemia no piden perdón sino que exigen aplauso. Y si no piden perdón, no es posible perdonarles.
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