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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

26 de mayo de 2009

In memoriam. R.P. Alberto Ezcurra Uriburu





Es preferible morir en el campo de batalla que ver los males de nuestra nación y del santuario. Que se cumpla lo que el cielo tiene dispuesto”(1 Mac. 3, 59).


por Antonio Caponnetto




El Padre Alberto Ignacio Ezcurra Uriburu

– I –


n el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros -que con la guía y la rúbrica del Santo Padre, dio a conocer la Congregación para el Clero el Jueves Santo de 1994- se definen con valiosos conceptos, la identidad, la espiritualidad y la formación permanente que han de tener los sacerdotes católicos.

La identidad, según bien se afirma, comprende cuatro dimensiones nítidamente demarcadas, pero unidas a la vez entre sí en armónico haz. Por la dimensión trinitaria, el ejercicio sacerdotal se funda para siempre en el amor del Padre, en el apacentamiento pastoril del Hijo y en los dones preciosos del Espíritu Santo. Minísterio y Misterio sellan su enlace en el cobijo salvador de la Santísimia Trinidad. Por la dimensión cristológica el sacerdote se convierte stricto sensu en alter Christus, ligado a Él como un brote vivo a la Vid, como el Pan al buen grano de trigo. Su vida es misionera y apostólica, envío constante hacia los hombres para echar las redes celestes sobre las costas de sus almas. Por la dimensión pneumatológica lo asiste la promesa del Paráclito de quedarse con Él sempiternamente, fortaleciéndolo con sus virtudes. Si alguna fuerza encuentra el sacerdote para conducir la comunidad en medio de la peripecia, ella le viene de la Tercera Persona, de ese Gran Desconocido que todo lo conoce. Y al fin, por la dimensión eclesiológica queda ligado a la Iglesia en tanto siervo y esposo. Con amor de vasallo y de cónyuge, con entrega leal y nupcial, fiel y fecunda, sin conceciones ni dudas. Unido por su incardinación a una tierra particular y a un tiempo propio, mas sin perder de vista la universalidad y la eternidad. Su autoridad es servicio y sacrificio, no homologación de potestades con los fieles. Y la razón de su preeminencia es la primera razón de su entrega generosa hacia el prójimo.

La identidad del sacerdote, entonces, es su ser en la Iglesia y en la mistérica inefabilidad del Dios Uno y Trino.

Tiene también el sacerdote su espiritualidad inherente, y se nos recuerdan en este documento algunos de sus rasgos irrenunciables.

La condición misionera, exigiéndose la evangelización cada día, como heraldo de la esperanza. El carácter militante, enfrentando y venciendo el desafío de las sectas y de los cultos falaces, con una catequesis madura y completa. La capacidad de oración, de mortificación y de vida contemplativa, uniéndose al Señor en Getsemaní para compartir después Su Resurrección Victoriosa. El celo pastoral hacia su grey, el testimonio de la Palabra, la donación entera sin retaceos, la predicación del Magisterio.

La espiritualidad sacerdotal no se edifica sino en la Eucaristía, hincado frente al Sagrario para poder permanecer de pie junto a los hombres. No se aquilata sino en la confesión, inclinándose con misericordia de samaritano sobre las heridas del espíritu. No se enriquece sino en la pobreza y el desapego, en la obediencia y en la castidad. Espiritualidad robusta e intacta que se traduce en los gestos y en el habla, en el silencio y en el hábito talar. Y en la devoción a la Virgen María, recibiendo como personales, las palabras dirigidas a Juan desde la Cruz: «Hijo, he ahí a tu Madre».

Espiritualidad en suma, alejada de pietismos como de concesiones mundanas, y esculpida en la reciedumbre y en la varonía, que da la decisión serena y libre de escoltar al Señor hasta alcanzar el Reino de los Cielos.

Toca al fin el Directorio, como lo señalábamos al principio, la tercera cualidad que jerarquiza y distingue al sacerdocio: su formación permanente. Que ha de ser completa y sin fisuras —encarada como vía de santificación antes que de profesionaiisino— y ordenada a la apologética y a la crianza espiritual de los fieles, sobre todo de aquellos que se sienten vocados al Orden Sagrado. Formación reacia a las vanas novedades y respetuosa de la Tradición; lejos del todo de viejas y modernas herejías, próxima a la Fe inaugural y final, que no conoce ocaso ni muda de significados.

Hasta aquí en imperfecta síntesis, este manojo de verdades antiguas reiteradas por la Congregación para el Clero. Y si nos hemos detenido en ellas es porque las mismas parecen escritas a la medida del destinatario de estas páginas, ya que el arquetipo sacerdotal que presentan fue encarnado cabalmente por el Padre Alberto Ezcurra.

Nunca disimuló su identidad sacerdotal, ni en las formas ni en el fondo. Gustaba ir «de uniforme» -como llamaba a la sotana- pero gustaba más aún ir demostrando entre propios y ajenos que el Orden Sagrado, al igual que la vera milicia, es una libertad antigua: no admite la duda ni soporta a los tibios, No tenía horarios de atención religiosa: sus jornadas eran enteras de Cristo, y «ora bebáis, ora comáis» -como quería San Pablo- lo hacía todo en nombre del Señor. Sin embargo, y sería mejor decir: en consecuencia, carecía de poses pietistas o de exteriorizaciones penitenciales. Era el hombre interior. Y sin querer mostrarse se mostraba, por la sola fuerza que tiene lo que brota de adentro pero asistido desde lo Alto. Sacerdote católico, apostólico y romano. Las tres cosas fue en tiempos de deserciones y de conductas híbridas.

Nunca desdibujó tampoco su personal espiritualidad, ni la redujo, como tantos, a una reglamentación casuística o a un emocionalismo fácil. Se hizo misionero para llevar la Fe a los corazones más desheredados de esta Argentina doliente. Y apologista para enfrentar la maldición de las sectas y las mentiras masónicas. Y orador entusiasta, para aplacar con las voces exactas los ruidos fariseos, y celebrar con la palabra justa las glorias de la Cristiandad. Se hizo penitente y buen pastor, testigo y discípulo, formador de jóvenes y fortalecedor de veteranos. Confesor a la hora del perdón, portador de la Sagrada Forma, cuando la soledad de la prisión golpeó a tantos amigos, capellán de tropas aprontadas para la guerra, y familiar de los caídos en el momento de comunicar la buena muerte a sus deudos. Se hizo siempre buscador de las cosas de arriba, sin negarse a las legitimas de abajo. Pero él las elevaba, y con humor criollo nos las hacía agraciadas. Quien haya compartido el mate, las caminatas, o alguna porteña o provinciana sobremesa, nos dirá seguramente que así era el Padre Alberto.

Fiel a su identidad su espiritualidad sacerdotal, lo fue también a su formación.

La tenía por crianza y por estudio, por herencia familiar y por dedicación sistemática. Sabía entonces dar respuestas como sabía callar cuando conviene. Las lecturas más impensadas, los autores más heterodoxos, las informaciones más sutiles, los rnanejaba con la misma soltura que la teología moral y la dogmática. A cada cosa su sitio, a cada libro su valor merecido.

Pero no hacía alardes ni posaba de docto. Casi se diría que alardeaba de lo contrario, de escribir poco y «presionado», y de ser cura rural antes que licenciado; tal vez, para no acabar resquebrajadizo como el Vidriera de Cervantes, o apátrida como el canciller alfonsínico de la triste figura, ya que a Cervantes mentamos. Sus modelos no estaban en los cenáculos de la intelligentzia sino en las huellas de Brochero.

Como lo dijera el Padre Coll en logrado romance, «su vida fue este entramado: guerrero, niño y maestro»1. Por eso -por niño y por maestro- conservaba a la par el candor y la preeminencia, la reacción pronta y vivaz junto a la reflexión sesuda. Y por eso -por combatiente- no faltó a ninguna contienda de las muchas y bravas en las que estuvo en juego la defensa de Dios y de la Patria. Acertó Jorge Ferro al dedicarle a su persona un hermoso soneto que recuerda a Faramir, precisamente uno de esos paradigmas del guerrero, que dibujó con maestría Tolkien en El Señor de los Anillos…

«Tal vez en un reflejo, en una sombra,

en un crujir de avios y de cuero

me pareció que adiviné tu paso.

O es la llama brillando en el acero

cuando el fogón amigo en un ocaso,

revive con la voz del que te nombra».2

Son palabras que se le aplican y que nos llenan de esperanza.

Pero ¿qué era ser sacerdote para este hombre al que estamos definiendo prioritariamente como tal? El mismo nos lo ha dicho, el 10 de diciembre de 1992, en la Homilía de la Misa de Ordenación del Padre Jorge Hetze: «Hay un misterio grande en el cielo que es la Santísima Trinidad. Y hay un misterio grande aquí en la tierra que es la Eucaristía. En el cielo la Trinidad y en la tierra la Eucaristía. El sacerdocio está unido a la Eucaristía. Jesús los instituyó juntos, y al sacerdocio lo instituyó para la Eucaristía. Es un misterio. Y a veces, precisamente porque ignoran la característica del misterio que tiene el sacerdocio, es que los hombres no pueden comprenderlo. Tratan de entenderlo con categorías humanas, sociológicas, históricas; como si fuera un consejero sentimental, un psicólogo, un sociólogo, un político, un agitador, como si fuera un empleado de la Iglesia. El sacerdote es el hombre de la Palabra. Es el hombre de los Sacramentos».

Figura brocheriana la de Alberto Ezcurra, si se la sigue con afán biográfico, reconstruyendo los nombres y los paisajes que frecuentara en su fecundo itinerario sacerdotal, se verá sin hipérbole que se le aplican los versos con que Belisario Roldán retratara al célebre cura gaucho:

“Bordeando las sierras, el poncho por capa,

va el cura sereno leyendo el Breviario,

debajo del brazo sostiene una estaca

sobre cuyos nudos se enrosca un rosario”

– II –

Así retratado, esta personalidad eminentemente religiosa, no puede entenderse ni evocarse empero sin el otro gran rasgo que definió su carácter: el amor apasionado a la Patria.

Amor afectivo y efectivo, como sabía distinguir acertadamente. Con toda la sensibilidad estremecida frente a la belleza de lo amado, pero fundamentalmente, con el entendimiento y la voluntad prontos para conocer el auténtico bien de lo que se quiere. Querer de complacencia y de exigencia, de beneplácito y de servicio, de emoción y de intelección, de alegría y de pena, puesto que son gemelas a la hora del buen amor.

En el Padre Ezcurra el patriotismo fue -como debe ser- una virtud fundada en el Cuarto Mandamiento. Una siembra y un cultivo, una custodia de raíces antiguas, una tutela de orígenes inamovibles. Un canto fogonero en la alborada, y un llanto contenido ante las ruinas. Nostalgia de grandezas y dolor de cautiverio, orgullo de epopeyas y herida frente al escarnio. El patriotismo se le hizo nomás -según el verso marechaliano- una tarea de albañilería junto a una vocación de agricultura. Pilar y semilla, grano y piedra, surco y adobe. Para que brote la tierra y se edifique, hecha flor y guijarro.

El patriotismo reclama entonces al patriota; esto es, al magnánimo, al pío, al capaz del ascetismo y del sacrificio extremo. A ese hombre nuevo que predicó el Apóstol y que el Capitán Codreanu vistió de cruzado para el rescate cristiano del suelo en que se ha nacido. Se es patriota cabal de la nación que nos ha dado su ser histórico, sólo cuando se empieza por clavar el ancla del alma en el paisaje celeste. «Nuestra ciudadanía nos viene del Cielo», aclarará nuevamente San Pablo (Fil. 3,20).

Entender así al patriotismo, supone comprender primero que la Patria es un Don de la Divina Providencia, una heredad legada por el Dios de los Ejércitos, un patrimonio físico y metafísico inviolable. Con ecos del Paraíso —primer solar humano— y prefiguraciones de la Ultima Morada. La Patria es una parábola trazada perfectamente por el Creador para nuestro cobijo y resguardo. Nadie puede quebrar su trazo irreprochable sin ofender a la Divina Mano que la compuso. La Patria es un aljibe que derrama aquella agua, brotada de la roca en el Comienzo, por voluntad del Padre. Secarla es someterse a una sed que no se calmará nunca: la sed del hombre errante que traicionó su sementera. No hay derecho a proscribir lo sobrenatural de la vida de una nación, escribió Monseñor Berteaud, pues es como exiliar al alma del cuerpo, a la gracia de la naturaleza, al Angel de nuestros pasos. Y cuando esto ocurre, los países caen desplomados y se tumban sin sentido. 3

Así concebía a la patria y al patriotismo el Padre Alberto Ezcurra. De un modo pleno, profundo, hondamente teológico, sacramental. Sabía que ni la clase ni el partido, ni la raza ni la geografía son razones suficientes y lícitas de un recto nacionalismo. Sólo el afán de construir la Cristiandad en el tiempo y en el espacio en que hemos sido plantados. Sólo el combate por instaurar en Cristo los límites visibles e invisibles de la argentinidad.

Era lógico entonces que hiciera de la patria y del patriotismo un tema de predicación permanente. Aunque pudiera costarle la sangre, como al Padre Popieluszko, a quien tanto admiraba.

La Argentina que surge de sus sermones patrióticos4 es la que debe ser, porque ya fue. Porque demostró su ejemplaridad en la historia y en su proyección universal. La que fundaron los Reyes Católicos con un gesto imperial y misionero. La que expulsó al hereje y tributó sus estandartes a los pies de María. La que eligió los colores de su manto para tener bandera. La que escaló los Andes para mirar más alto la independencia de América. La que alistó a sus gauchos para servir de antemural y de baluarte, de fuerte y centinela. La Argentina de Hernandarias y Saavedra, de San Martín y Güemes y Belgrano. La que fue estrella federal con Don Juan Manuel de Rosas, Caudillo de los caudillos y último Príncipe Cristiano. La de los montes tucumanos enfrentando a los rojos en Manchalá, Acheral o Lules, sin que arrepentimientos mendaces puedan rozar ahora la hazaña que ayer tejieron con sus vidas nuestros soldados. La Argentina del 2 de abril, con sus caídos gloriosos en el suelo entrañable de Malvinas.

No ignoraba tampoco las miserias de la Patria. Quedan descriptas en sus conferencias y homilías, con su estilo directo, entusiasta, reiterativo. Pero nunca lo asaltó la tentación del pesimismo, ni la desesperación de una autocrítica despiadada, ni el exceso verbal de juzgarnos nada más que lodo, ruinas, fealdad y oprobio. Como la Dulcinea de Castellani, tras el cuerpo marchito y el corazón llagado, él veía una dama por la que era impostergable batirse, hasta restituirle el rostro de los días inaugurales.

La esperanza lo asistía. Aquella sin desaliento de la que hablaba José Antonio. Y lo acompañó hasta el final, con más motivos, porque precisamente en vísperas del tránsito -cercano ya a la Iglesia Triunfante- entreveía que por el misterio de la Comunión de los Santos no cabe pensar en el abandono de las creaturas por parte del Creador.

La Argentina no nació factoría, mercado, colonia o muladar. Una proa mariana desembarcó en sus playas, una Cruz Redentora izó el aire de octubre. Una espada sin mancha cortó el velo de ruinas. No puede la causa final guardar desproporción con la causa eficiente. No ha de terminar arrastrada la que nació bajo las alas del Espíritu…

No es la niebla o el ruido o el ocaso

que ensombrecen la plata de tu nombre,

ni este férreo crepúsculo del hombre

anudando tu forma en el fracaso.

Ayer ancló una nave y en su quilla

traía el Partenón, la luz del Foro,

el pendón de Santiago en gualda y oro

para izarlo en el limo de la orilla.

Después al Sur, por río sin frontera,

la vieron navegar entre alabardas

como un galope azul, como un castillo.

Y ahora dicen que muere en la escollera

pero velan arcángeles de guardas

tras la estampa marcial de algún Caudillo

Por esto, porque no puede perderse la esperanza, el Padre Alberto Ezcurra preparó pacientemente, para después de su muerte, un licor exquisito y cuidado, con el que brindaron sus amigos y camaradas al regresar del camposanto. 5

Nadie brinda por la derrota ni degusta ante el fracaso. Nadie alza las copas sin festejo mediante. Fue todo un testamento, redactado en forma de símbolo vivo, por este hombre al que le fastidiaba escribir: el símbolo de la dulzura del licor que vence la acidez del desconsuelo, la dulcedumbre de la esperanza contra el agriamiento de la acedía.

Dicen que un hombre se conoce por sus frutos. Un sacerdote patriota por sus hijos espirituales.

Al mes de su muerte, un seminarista, hoy sacerdote, el Padre Luis Facello, me envíaba una carta que retrata al maestro y al discípulo. Está fechada el 26 de junio de 1993, y no creo cometer infidencia alguna al transcribirla fragmentariamente: «por gracia de Dios», dice, «presencié la última agonía y muerte del Padre. Todos vimos desfilar junto al lecho de una vida que se extinguía, el fruto de Vida en la multitud de sacerdotes y pichones, hijos todos engendrados por el Cura que se iba. Pocos días después iba a tener lugar la ceremonia de Imposición de Sotanas a los de Primer Año. Mientras hacía una apología del hábito se unieron en mi mente dos hechos providenciales, que seguirán allí presentes por lo que quede de mi vida, como ejemplos de lo eterno injertado en el tiempo. Desde que tuve clara la Vocación deseé con ansias la sotana, justamente como signo de aquélla. Luego de la Imposición recuerdo un hermoso abrazo del Padre Ezcurra y la frase que él siempre repetía en estas ocasiones: “Ahora que se encarne”. ¡Quién podía pensar que tres años después yo iba a revestir con esa segunda carne su cuerpo sin vida! Para colmo, luego de revestirlo junto con tres curas y otros dos seminaristas, Dios quiso hacerme otro regalo: entre preparativos y preparativos, quedé unos momentos solo en la habitación del hospital junto al cuerpo del Padre con sus ornamentos sacerdotales. Fueron instantes casi eternos, en que sólo atiné a tomar sus manos enredadas con su Rosario y la Cruz con la que murió, y escuchar su último sermón: el Sermón del Silencio. Nunca olvidaré aquellos días».

Hacia la misma fecha, otro seminarista, también hoy sacerdote, el Padre Hernán Sebastián Sanchez Rioja, publicaba este Romance, cuyo final declara:

«Padre Ezcurra vos que ahora

estás delante de Dios,

acordate de nosotros,

mandanos tu bendición.

Acordate de esta patria

que tanto dolor te dio;

de esta Iglesia que aún combate

cercada de confusión,

de las familias cristianas,

de las que casi ni son,

de tus hijos sacerdotes,

de aquellos en formación,

que no volvamos la espalda

ni se enfríe el corazón,

que no se nos pierda el alma

cegada en la cerrazón:

que aunque el barco se nos hunda

la esperanza en Cristo no.

Remolcanos hasta el cielo

con poderosa oración,

sacanos hasta la orilla

donde no existe el dolor.

Y si acaso te fallarnos

no nos falles nunca vos.»

Son testimonios transparentes que se comentan solos. Y no son por cierto, ni únicos ní aislados; se podrán recoger otros tantos, en cada sitio, en cada alma, donde el Padre caló hondo con su mester de clerecía. Me tocó por ejemplo, el honor de ser invitado por uno de sus discípulos, el Padre Luis Murri, a la parroquia que con entusiasmo firme conduce en el corazón mismo de nuestra pampa:San José, de Quemú-Quemú. En un momento apacible de la pueblerina tarde, unas jóvenes de la parroquia –que no lo conocieron a Ezcurra, pero que escucharon los relatos sobre él que lleno de admiración les comunicó su párroco- entonaron una zambita a su memoria, compuesta por Mariano Coll:

Cejas tupidas el hombre,

orejas de guardamonte,

sabía apialar corazones

en el corral o en el monte.

Lo vide en el seminario

cebando un mate rechoncho,

lo rodeaban los muchachos

como flecos de su poncho…

Con emoción comprendí entonces lo que tantas veces había leído en los maestros griegos: sabrás quién es el héroe, porque su memoria podrá ser cantada, aún por las generaciones que no lo conocieron.

Al volver a San Rafael, tras su muerte –y es otro ejemplo- un puñado de jóvenes me acompañó hasta su tumba. Ya era el verano absoluto, y el sol caía a pleno sobre la placa que protege su féretro. Las letras del epitafio brillaron entonces con más empeño que nunca: Milicia es la vida del hombre sobre la tierra (Job 7,11) La misma divisa que imprimió en la estampa del día de su Ordenación. La misma que lo acompañó desde sus horas juveniles, cuando sacudió la modor ra de los rendidos con la pujanza de un patriotismo vigoroso.

Despues del rezo silente, partimos, sin decírnoslo, con el entusiasmo retemplado. Se percibía con nitidez, unánimemente; la garganta anudada y la boca todavía llena de plegarias. Milagro de la tumba, del sol y la divisa. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra.

– III –

Como se ve, si mucho nos legó su vida, no menos comunicó su muerte.

Murió en San Rafael, el 26 de mayo de 1993, después del Domingo de la Ascención y cuando la liturgia aguarda la fiesta de Pentecostés. Entre familiares y amigos, discípulos y hermanos en el sacerdocio, escuchó las oraciones y los rezos, y finalmente el silencio. Escuchó las voces humanas que lo despedían y la voz rotunda del Padre que lo llamaba bienvenido. Partió sereno y alegre con la certeza del que conoce la Ciudad que lo aguarda, con la confianza en un reencuentro entrañable claramente previsto y postergado.

Es que la muerte no fue una sorpresa para él. La sabía próxima e inevitable y se preparó a recibirla con hospitalidad cristiana. Hablaba de ella con naturalidad y sin afectaciones, sin una sola queja espiritual o física, sin un reproche trágico ni solemnes anuncios. Y con un admirable sentido del humor que distendía nuestras visitas y nuestros diálogos —aún sabiendo que podían ser los últimos— y cubría con gracia lo que sin su grandeza hubiera resultado dramático. Nunca permitió que la conversación girara sobre sus malestares o sus dolorosos síntomas, ni tuvo la humana tentación de inspirar pena o de suscitar condolencias. A su lado la palabra era memoria de antiguas luchas, compromiso de esfuerzos presentes y enseñanza festiva de las grandes verdades, Como Tomás Moro, la adversidad no doblegó su risa, ni lo despojó tampoco de los legítimos deleites que compartió hasta el final con quienes quería. Sabía que cada día trae su afán y vivía sencillamente la parábola de los lirios del campo. El pan y el vino eran en su mesa emblema de camaradería, y en sus manos consagradas el Cuerpo y la Sangre del Señor. Misteriosa juntura de lo natural y de lo sobrenatural que transmitía en todos sus actos. Y así, verlo en su cuarto del Seminario o en su casa, en la predicación o en la conferencia, en la tertulia o en la homilía, era verlo varonilmente entero, hecho para el combate de abajo y para la contemplación de “las cosas de arriba”.

Alberto Ezcurra, lo dijimos, quiso ser y supo ser egregiamente sacerdote de Cristo. Cualquier visión de su personalidad que omita o desdibuje este atributo, angostará su verdadera imagen e impedirá su cabal comprensión. Porque no llega al sacerdocio por descarte o por resignación de proyectos humanos. Llega en la plenitud de su dodlidad al requerimiento divino. No abandona responsabilidades contraídas ni pretende encontrar refugios fáciles. Elige la senda angosta y difícil, a la intemperie y al descampado de las protecciones mundanas. Elige el Orden Sagrado que es el más audaz encuadramiento que puede preferir el alma bautizada. Y se queda para siempre con esa “mejor parte”, en cuya defensa el sacrificio y el heroísmo se vuelven exigencias cotidianas. El mismo lo decía siendo ya seminarista: “Dios me quiere aquí… El conoce el plan general de la batalla y yo soy un soldado y cumplo órdenes”. Es vana “la actividad aparente del que goza de una falsa libertad en la patria encadenada… Todo es inútil si falla el hombre… Hay que vivir plenamente el estilo, dar un testimonio de vida y de conducta”. Por eso el sacerdocio: para mejor responder al Dios de los Ejércitos, para forjar la verdadera libertad y la genuina victoria, para labrar en el hombre un testimonio y un estilo capaces de rescatar a la patria prisionera.

Y en tanto sacerdote cumplió fielmente con su ministerio, desbordándose en gestos de amparo, especialmente con los más humildes. No se crea que es ésta una de esas frases de circunstancias inevitablemente estampadas en las necrológicas. Un vívido anecdotario ratifica la aserción y una multitud de testigos no nos dejan mentir. Cuando el Padre Alberto misionaba elegía los parajes más desatendidos e inhóspitos, allí donde los criollos habían sido abandonados a su suerte por la perversidad del sistema dominante. Y volvía de la misión, rico en experiencias apostólicas y en decires campestres que solía aplicar en sus clases y cursos. Su gloria —gustaba repetirlo— no era tanto haber estudiado en Europa cuanto haberse desempeñado como cura rural. Se cumplió en él una vez más la sentencia de San Pío X: “los mejores amigos del pueblo no son los revolucionarios o los innovadores sino los tradicionalistas”.

Este don de congeniar con los más sencillos —de hablarles claro y sacarlos del error, de entusiasmarlos en la recuperación de los valores superiores— le venía desde sus años de fogueada juventud. Una de esas cientos de anécdotas a las que antes aludíamos, y que están ligadas íntimamente a su memoria, nos lo recuerda discutiendo en plena calle con un empecinado marxista. Ante la ausencia de argumentos —pues le habían sido prolijamente refutados— el contrincante no encuentra otra fórmula de ataque que el cansado latiguillo del elitismo y del señoritismo burgués. Pero entonces sucedió lo imprevisto: desde un camión de recolección de residuos no de los sofisticados de ahora sino de los ennegrecidos de antaño— un morocho fierazo reconoció a Alberto Ezcurra. Lo llamó por su nombre y por su jerarquía en la militancia nacionalista, clavó el brazo en lo alto y vivó estentóreamente a la patria. La discusión acabó exitosamente por razones de fuerza mayor. Prefiguración brocheriana de lo que vendría. Le caben los versos del Padre Triviño:

“La vida ‘el hombre es pelea

-decía Job el paciente-

el cristiano a veces siente

cansaduras y flojeras,

en las figuras señeras

uno apriende a ser valiente

Junto a este don le había sido dado otro no menos llamativo: el de la palabra fogosa. No la expresaba en el coloquio donde su tono bajo y confidente era indicio de una cultivada discreción y de un pudor señorial ajeno a toda ostentación. Pero estallaba vibrante y sonora en el magisterio público. Diáfana y palpitante, cargada de razones y emociones, punzante y esperanzadora, sabia en doctrina y en consignas morales. Sabido es por quienes lo siguieron de cerca, que muchas de sus homilías arrancaban aplausos espontáneos y prolongados, que él —orador sagrado ante todo— trataba de evitar inútilmente por respeto al recogimiento del templo. Pero era difícil sustraerse a la pasión cristiana y argentina de su particular elocuencia. Todavía hoy, en el Carmelo de la calle Charcas, en la Parroquia de San Nicolás de Bari y en la Basílica del Pilar, una feligresía asombrada se sigue preguntando quién era ese cura que los sacaba del letargo y del pacifismo cada vez que enarbolaba sus homilías como un estandarte en la Cruzada.

Así habrá que recordarlo: apóstol y misionero, juglar de Cristo Rey y maestro de novicios, por quienes preguntó con insistencia —ya en estado inevitablemente agónico— cuando la voz se le quebraba con la vida. Sacerdote para siempre, en la cátedra y en el confesionario, en el altar y en la plática, en la capellanía y en la vigilia ante el Sagrario; visitando amigos en la prisión o recorriendo gremios en actitud pastoral. Confortando enfermos y predicando retiros.

– IV –

Pero sin mengua alguna de esta condición sacerdotal —que insistimos en resaltar como preeminente— hay otro rasgo capital en la personalidad de Alberto Ezcurra que no vemos por qué deba ser omitido. Se trata, como es obvio, de su encuadramiento activo en las filas del nacionalismo. El mismo lo convirtió en símbolo y en leyenda y fue objeto incesante de los más dispares comentarios. Hasta dos meses antes de su muerte, la publicación de un conocido lunático que medra con nuestra historia, le dedicaba unas páginas al mítico Jefe de Tacuara. Los enemigos solían resaltarlo y recordarlo para desacreditar su obra y su figura; y los amigos —según fas preferencias— miraban aquel pasado con “imperdonable” añoranza o con una tácita solidaridad a la distancia.

Y sin embargo no parecería ser así para él. Ni aquella peculiar jefatura política le pesaba como una culpa, ni veía en la militancia una conducta pretérita. Era fiel a sí mismo, y como quería León Degrelle, andaba recto y sin ceder en nada, firme con sus anhelos y con los días de su juventud. “Ni me olvido ni me arrepiento”, repetía cada vez que cuadraban las circunstancias, y cuando a fines de 1991 tuvimos ocasión de hablar juntos sobre el libro de su ilustre padre: Nacionalismo y Catolicismo, arrancó vítores en el veterano auditorio con sus definiciones tajantes y su convocatoria a la reconquista nacional. Antes —¡cómo olvidarlo!— había pronunciado su notable responso frente a los restos repatriados del Restaurador. Los que seguíamos sus palabras tras los muros de la Recoleta podemos dejar constancia del arrebato patriótico que suscitaron. Un frenesí de banderas coronó la ovación de aquel gentío que, al fin, en medio de tanta hibridez oficial, recibió los únicos conceptos que se debían escuchar en semejante día. Alberto Ezcurra era otra vez el dueño de la calle. Y el hombre era otra vez él más su leyenda.

Mucho se viene publicando sobre el nacionalismo en los últimos tiempos. El tema se ha puesto enfermizamente de moda, y los libelos de circunstancia que van apareciendo compiten en ficciones. En todos ellos las referencias Tacuara y a Alberto Ezcurra resultan inevitables. Pero no entienden nada. Roberto Bardini escribe desde la deserción del nacionalismo católico, Daniel Gutman, Leonardo Senkman o Daniel Lvovich desde la Sinagoga, Sebrelli desde la contranatura, David Rock desde la CIA, Marcelo Larraquy y Roberto Caballero desde el amarillismo periodístico. ¿Cómo podrían desde tan mezquinas perspectivas rozar apenas la intelección de un alma como la de Alberto Ezcurra? Contestarles sus dislates sería darles la entidad de interlocutores válidos. Quede apenas señalada nuestra protesta, y sigamos adelante.

Porque algo quiso decimos el Señor con su vida. Y bien podría ser —entre tantas cosas— el que comprendamos definitivamente que son posibles la Fe y la Milicia, la Adoración y la Acción, la Espada y la Cruz, el amor a Dios y el amor a la Patria. Que es posible —como él mismo lo escribió hablando de su admirado Codreanu— la regeneración de las naciones cristianas sometidas, si se advierte que “la lucha no puede ser meramente política”. Es necesario para instaurar el Orden Nuevo, formar al hombre nuevo del que nos habla el Apóstol. Y ese hombre nuevo no se labra desde la sociología sino desde la teología. Se forma en la contemplación del Santo y del Mártir, del Místico y del Profeta; en la imitación ascética de las conductas heroicas, en la disciplina de la oración y del sacrificio, del trabajo y del combate. “Cuando un pueblo es arrastrado por sus gobernantes a la corrupción… no queda para la reconquista otro camino que el de la Cruz y el del martirio… El mal no se agota en las formas externas de un sistema político falso o injusto: tiene raíces en el orden sobrehumano del espíritu. Por ello sólo tiene sentido una lucha que abarque toda la complejidad de estos distintos aspectos”. Son palabras suyas que lo contestan todo. Y que descifran el misterio —si aún permanece tal para alguien— de por qué Alberto Ezcurra abraza la universalidad del sacerdocio sin olvidarse jamás de esta singular Argentina. De por qué su concepción de la política y de la guerra pendiente por el honor nacional, no podía sino conducirlo a la Viña del Padre, para sembrar y cosechar allí, abundantemente, los más altos y preciados frutos. Para él parecen escritos los versos de Verlaine que tradujera Castellani, hablando de la convergencia de los amores a Dios y a la Patria: “. . .y si es crucificado y verdadero, ya son un solo amor, ya no son dos…”. Y bien podría escribirse sobre su tumba aquello de Marechal que conocía de memoria: “Yo siempre fui un patriota de la tierra y un patriota del Cielo”.

En 1992, hablando postreramente en Buenos Aires, volvió a ratificar su doble condición de católico y nacionalista. Era en una fecha a su medida: el 20 de noviembre; y sólo su enorme fortaleza y su abundante generosidad le permitieron sobreponerse a las limitaciones físicas y darle con su prestigio un espaldarazo de maestro y amigo a mí libro El deber cristiano de la lucha, que le había pedido me presentara junto al Coronel Guevara. Muchísima gente se había congregado para escucharlo, en el viejo salón de la Asociación Patriótica Española. Se sabía, se presentía a regañadientes que, salvo milagro, sería aquella la última vez que podría hablar públicamente en su ciudad natal. Un viejo y leal camarada, el “Chiche” Lapadula había empapelado el centro anunciando el acto. Otro entrañable camarada, José María Trelles, había editado el libro, corriendo con los riesgos, como siempre. Entonces tomó la palabra Alberto y dijo en un momento, pausada y enérgicamente: “Ya no soy joven y estoy enfermo, pero si hay algún motivo por el cual podría pedirle a Dios que me prolongue la vida sería solamente por esto: para seguir luchando. Porque vale la pena luchar y tenemos esa obligación”. Todos supimos, sin decirlo, que era la despedida y a la vez el legado. En mi vida he vuelto a escuchar un aplauso tan prolongado. Aquellas palmas eran las manos amigas que le hacían saber de este modo que estaban con él hasta el final.

Pues ésto nos ha dejado el Padre Alberto Ezcurra. El ejemplo de una trayectoria épica, alegre y clara; el modelo de una contienda viril al estilo de los caballeros templarios. Como el Cid Campeador al Abad Don Jerónimo podría decirse de él: “¡Dios, qué bien lidiaba!”. Y en tanto la causa ejemplar produce efectos de vida y de espíritu que sobrepasan los lindes del cuerpo y de la materia, debe afirmarse con certeza que Dios ha escuchado su pedido, le ha prolongado la vida. Está junto a nosotros, como siempre, presente en nuestro afán.

“Sin duda al llegar al Cielo vio a los muertos de Obligado que lo estaban esperando. Y en el celeste prado florecieron las estrellas federales y los ceibos”. Y habrá visto a José Antonio y al Capitán Legionario. A los caídos de Malvinas y a los soldados de todas las guerras justas que exaltara. A los maestros de la Realeza de Cristo y de la Esclavitud Mariana. A los testigos de la Fe hasta el derramamiento de sangre y a los Caudillos del buen combate y de la recta doctrina. Habrá visto cara a cara la Luz y la Gracia. Y ángeles con tacuaras le salieron al encuentro para ratificar en lo Alto el juramento aquél que pronunciara aquí abajo: “Juro con el corazón y el brazo señalando el testimonio de Dios, defender con mi vida y con mi muerte los valores permanentes de la Cristiandad y de la Patria”.

No es comprensible entonces que a alguno se le escape, siquiera por rutina, la cansada expresión aplicada a los difuntos: “¡Pobre Padre Ezcurra!”. Bienaventurado Padre Ezcurra y pobres de nosotros si no somos capaces de merecer su destino.

Ahora descansa su cuerpo sobre la tierra de San Rafael. Pasarán las estaciones y las siembras, las fiestas de la Ascención y las de la llegada del Paráclito. Pasarán los trigales y los viñedos sobre los campos y los cálices. Vendrán nuevos y antiguos sacerdotes que sentirán su nombre entre campanas.

Pero un día —cuando el Señor de las Batallas disponga la Ultima Avanzada— llegará hasta su tumba la canción entrañable que lo convoque de nuevo a la marcha que nunca abandonó. Y sentirá sus sones repitiendo:

“Despierta camarada, que fresca de rocío

la voz de los clarines te llama a tu deber.

La media luz del alba ya alumbra los caminos:

¡Despierta Camarada! Llegó el amanecer.”

Como tal vez sea cierto que en vísperas de su viaje, haya dicho lo que supuse en un poema que le escribí extrañando su irreemplazable presencia:

Todo está bien, me he puesto la sotana.

El rosario se anuda entre mis dedos

y el viático me alcanza para el viaje.

La clase ya fue dada, quedan libros

entre estampas, recuerdos y cigarros.

Todo está bien, incluso esta madera

que bordea mi cuerpo y lo amortaja.

Los rezos que sin llanto me despiden.

Hago memoria: hay pan y un misal viejo.

Dejé lista la misa de mañana.

Una vez más diré que yo no escribo.

La homilía y la arenga se improvisan

como el Ave María y el Magnificat.

Todo está bien, llegaron camaradas.

Conservan la bandera y el saludo,

esa costumbre de tomar cerveza,

discutir en voz alta, acalorarse,

caminar marcialmente aunque los años

crujan como un navío a la intemperie.

Aquí en San Rafael el sol flamea

-parece un estandarte al mediodía-.

La Ascención del Señor tuvo su fiesta.

Pentecostés me espera, ya en la Casa.

Todo está bien, amigos, la liturgia,

la unción de los enfermos, el recaudo

de colocar a modo de epitafio

la consigna de Job, marechaliana.

Amé la tierra en su raíz antigua.

Serví a los pobres cuando no era moda.

Canté caudillos en la eneida patria.

No me perdonan el responso a Rosas.

Todo está bien. Sirvieron el pescado

picante, con el vino en damajuanas.

Ayer de Paraná o de Buenos Aires

dos vocaciones nuevas me llamaron.

Todo está bien, ya vienen, ya me cargan

(no parezco pesado esta mañana).

El cementerio tiene vista al cielo.

He dejado un licor para la vuelta.



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