Por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC
ay quienes se escandalizan de que Chaves adjudique subvenciones a una empresa apoderada por su hija, pero es lo mínimo que puede hacer para que su hija no se sienta agraviada. Pues si a Bibiana, que sólo es su ahijada, Chaves la enchufó en un ministerio, ¿cómo iba a privar a una hija de una subvención? «Todo padre quiere lo mejor para sus hijos», acaba de decir con un par el consejero andaluz Martín Soler, para justificar el nepotismo de Chaves; y la ministra Bibiana, para justificar su enchufe, nos dice que a los dieciséis años una chica puede «ponerse tetas» sin permiso de sus padres, por lo que también podría abortar. Esto de comparar el aborto con «ponerse tetas» constituye un ejemplo -chusco, si se quiere- de lo que Hannah Arendt llamaba «banalidad del mal», fenómeno que florece cuando las personas «normales» dimiten de su racionalidad ética. Arendt estudió el caso de Eichmann, aquel grisáceo oficial alemán que se encargó de agilizar el transporte de judíos con la misma probidad burocrática con la que hubiese agilizado la tramitación de un ascenso. Y con la misma probidad burocrática Bibiana se apresta a agilizar la nueva ley del aborto, no sea que su padrino le reproche que no actúa con la suficiente diligencia; sólo que como Bibiana no es un grisáceo oficial alemán, sino una gaditana salerosa, se permite salpimentar su acción con comentarios tan graciosísimos como el que ahora comentamos.
En una ocasión anterior Bibiana ya había justificado que las muchachas de dieciséis años pudiesen abortar sin consentimiento paterno, puesto que también pueden casarse y tener hijos. La banalidad del mal se permite sin empacho estos sofismas. Pues lo que el derecho reconoce al permitir a una muchacha de dieciséis años casarse y tener hijos es precisamente que una expresión tan vigorosa de la naturaleza humana como es el deseo de fundar una familia no se someta estrictamente al criterio de mayoría de edad legal. Pero esta excepción legal, fundada en la naturaleza, servía a Bibiana para justificar una excepción fundada en la abolición de la naturaleza, pues nada hay tan contrario a la naturaleza como que una madre «decida» aniquilar la vida que se gesta en su vientre. Los sofismas que se permite la banalidad del mal acaban, sin embargo, mostrando sus costuras; y ahora Bibiana justifica que las chicas de dieciséis años aborten, puesto que también pueden «ponerse tetas». Aquí el deslizamiento de la racionalidad ética es todavía más brutal -más risueñamente brutal-, puesto que el aborto es comparado con una mera operación de cirugía plástica; y el feto reducido a la categoría de adiposidad o verruguilla insignificante que el bisturí saja, por un quítame allá esas pajas.
Algunos ilusos, para oponerse al aborto a mansalva que pretende instaurar el gobierno, repiten bobaliconamente: «El aborto es una tragedia, no un derecho». Pero, para que haya tragedia, tiene que haber desgarradores conflictos de conciencia. Y lo que la banalidad del mal preconiza es exactamente lo contrario: no pueden existir desgarradores conflictos interiores allá donde la racionalidad ética ha sido previamente abolida. El aborto entendido a la manera bibiánida es algo tan banal, tan trivial, que no requiere desgarros interiores; tampoco, por cierto, una especial impiedad o sadismo. El aborto entendido a la manera bibiánida es como «ponerse tetas»; del mismo modo que, para aquel grisáceo oficial alemán, agilizar el transporte de judíos era como tramitar un ascenso. Esta patología, encumbrada al rango de normalidad, nos está hablando del individuo extirpado de su racionalidad ética; esto es, del individuo inmerso en el paraíso totalitario. Sin tetas no hay paraíso, nos asegura una de esas series televisivas que triunfan en el Mátrix progre; y con bombo tampoco, añade risueñamente Bibiana.
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