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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

22 de julio de 2009

22 de Julio, Festividad de Santa María Magdalena






aría Magdalena irrumpe en el Evangelio y en la historia cuando entra, temblorosa pero resuelta, en Casa del fariseo Simón.

La escena relatada por San Lucas (7,36-50) parte en dos vertientes la vida de esta mujer: antes y después de su encuentro con Jesús.

De este episodio, que la liturgia nos propone en el Evangelio de su fiesta, hemos de arrancar para conocerla Delicadamente, el evangelista silencia en este lugar su nombre, pero en el capítulo siguiente nos habla de María Magdalena, de quien Jesús había arrojado siete demonios (Lc. 8,2).

La semejanza íntima entre la María Magdalena nombrada por los cuatro evangelistas con la pecadora innominada que se arroja a los pies de Jesús en casa del fariseo justifican plenamente la identificación que la tradición cristiana y la liturgia hacen de estas dos figuras evangélicas.

Recogiendo los datos necesarios para reconstruir "su pasado" hallamos que era una mujer pecadora que había en la ciudad (Lc. 7,37), que esta ciudad era Magdala, y que le fueron perdonados sus pecados porque había amado mucho (Lc. 7,47); luego antes de la escena en casa de Simón había conocido a Jesús, había sido transformada por El.

Era Magdala una ciudad próspera. Recostada en la ribera del mar de Galilea, se había enriquecido con la industria de salazón de pescado. A esto había que añadir la riqueza de su suelo cruzado de corrientes, que le permitían el lujo de ceñirse de árboles.

María, ávida y hermosa, pasearía por aquellas calles su belleza aderezada de lino finísimo, de brazaletes y de collares. La admiración de los hombres y el tintineo de sus tobillos anillados, que suscitaban miradas de envidia y de deseo, le distraían la tristeza. Pero las horas de placer se le escapaban de las manos sin remedio, como las cuentas de un collar roto, dejándole insatisfecho el corazón.

Jesús iniciaba su vida pública eligiendo como centro de su predicación y sus milagros a la pequeña Galilea.

Un día cualquiera llegó hasta Magdala el rumor. Iba creciendo como la brisa vespertina que riza apenas la superficie de! lago para estallar al fin en ola sobre la orilla.

—¡Ha aparecido un Profeta! Se rodea de discípulos. ¡Anuncia el reino de Dios y dice que está dentro de nosotros! Viene hacia Magdala... ¡Ya llega!... Está aquí. ¡El Profeta!
Se dejó arrastrar por un grupo que corría. Fue sólo un instante. Divisó su estatura destacada. Más cerca pudo distinguir sus rasgos. Le agradaron. Eran regulares y firmes, pero..., ¿y sus ojos? No podía verlos. Fue sólo un instante. Él, al pasar, la miró. Hubiera querido retenerle, pero Él seguía ya su camino.

No podía María olvidar los ojos del Profeta. ¿Qué había en aquellos ojos? ¿Reproche? Sí, reproche; pero también compasión, una compasión inmensa. La vida se le hizo insoportable. Cada pecado grababa más hondo en su recuerdo aquella mirada. Le dijeron que Cafarnaúm era su residencia más frecuente.

La tarde estaba ahíta de polvo y la ciudad parecía desierta; pronto descubrió un apiñado enjambre frente a una casa del barrio de los pescadores. Magdalena tardó horas en ir ganando puestos pacientemente hasta llegar al umbral en que Jesús inagotablemente se inclinaba sobre las necesidades de todos. Le golpeaba apresuradamente el corazón. Se había cubierto con un velo tupido que ocultaba por entero su vestido rico, sus cabellos. ¿Qué le pediría ella al Profeta? Nada. Realmente. no tenía nada que pedirle. Ni sabía ahora por qué había venido.
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