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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

19 de julio de 2009

El sueño de una tarde de verano






Por S.E.R. Giacomo Cardenal Biffi *



Tomado de Fe y Razón



No nos inquieten las vanas pesadillas
ni nos engañen las visiones fatuas.
(Liturgia ambrosiana)





Explicación del título

"La Bestia, la Bella y el Caballero": me parece obligado explicar al que leyere este título tan desacostumbrado y, a primera vista, tan sin consonancia con la naturaleza del tema que tengo la intención de proponer. No para encontrar a toda costa una justificación: en rigor y con objetividad, incluso a mí me parece poco justificable. Quisiera más bien contar cómo me vino a la mente y se me impuso casi sin poder evitarlo.

Todo comenzó con una pesadilla durante una siesta en verano. Normalmente mis sueños son serenos, por lo que esta experiencia se me quedó más grabada en el alma, hasta el punto de que me es imposible olvidarla.

Un problema de conciencia

Era un viernes del verano pasado, y, para contar las cosas tal como son, había comido con apetito un buen plato de ñoquis con ragú.

Pero, apenas desaparecido el último ñoqui, mi vieja conciencia de cristiano preconciliar me advirtió enseguida con tono severo que aquel poco de carne bastaba para hacerme violar la ley de la abstinencia. Pero mi conciencia joven, de católico bien informado sobre los cambios eclesiales de nuestra época, se apresuró a recordarme caritativamente la posibilidad de sustituir la observancia tradicional con cualquier acto piadoso o cualquier obra de penitencia.

A decir verdad, no sé cuál de las dos conciencias estaba en aquel momento más inquieta; porque, si es cierto que la primera había logrado aguarme el placer de la comida, para la segunda la cuestión consistía sólo en que era una cuestión todavía abierta, por lo que no podía tranquilizarme con el pensamiento de la buena fe ni de la inadvertencia inculpable. Si para la norma antigua todo se podía concluir con el arrepentimiento y el propósito de estar otra vez más alerta, para la más reciente me quedaba todavía la obligación de hacer algo.
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