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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

25 de julio de 2009

La campaña contra Dívar




por Juan Manuel de Prada


Tomado de ABC




Carlos Dívar la prensa de progreso lo tenía entre ceja y ceja desde que fuera nombrado Presidente del Consejo General del Poder Judicial; y como el entrecejo progre necesita de vez en cuando fruncirse, para simular un pensamiento, ha empezado a propalar la especie de que Dívar «apela a sus creencias religiosas para desaprobar la ley del aborto». A nadie se le ocurriría afirmar que tal o cual jurista «apela a su ateísmo para aprobar la ley del aborto»; pero en el Mátrix progre el mero hecho de profesar creencias religiosas se convierte automáticamente en excusa para colgar sambenitos y promover persecuciones. El entrecejo progre olfatea al creyente y de inmediato se frunce, en señal de desaprobación; y ya se sabe que cuando el entrecejo progre se frunce, la maquinaria del descrédito se pone en marcha.


¿Y qué hay detrás del fruncimiento del entrecejo progre? Pues, a falta de pensamiento, hay la consigna de que las creencias religiosas constituyen un prejuicio; que es tanto como confinar las creencias religiosas a un gueto de marginalidad, a expulsarlas de la vida pública. A este fenómeno se referían el filósofo Jürgen Habermas y el entonces cardenal Ratzinger en el célebre debate que mantuvieron, desde posturas antagónicas, en la Academia Católica de Baviera. Ambos llegaban entonces a la conclusión de que los ciudadanos con creencias religiosas no pueden aspirar a imponer los dogmas que profesan al resto de la sociedad, pero sí a ejercer legítimamente su influencia en el espacio público. Como sostenía Habermas en el curso de aquel debate, la supervivencia del Estado depende de una integración de los ciudadanos que «no puede agotarse y no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renuncie a toda clase de pretensión». Por el contrario -continuaba-, el orden jurídico y la moral social han de quedar conectados al ethos religioso, «de suerte que lo primero pueda también seguirse consistentemente de lo segundo». En definitiva, Habermas proponía entender la secularización como un doble proceso que «obliga tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar sobre sus propios límites».

Cuando el orden jurídico y la moral social se desconectan del ethos religioso se desencadena lo que Habermas denominaba una «modernización descarrilada» de la sociedad, en la que sus miembros se convierten en individuos aislados «que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros». En el Mátrix progre, el lanzamiento de derechos subjetivos de los unos contra los otros alcanza grado de zafarrancho; y así, el crimen del aborto pude llegar a lanzarse como sedicente derecho, para satisfacción de intereses feministas. Claro que, para llegar a esta inversión de los términos, se ha de completar primeramente una inversión de la conciencia normativa de la sociedad; y puesto que las creencias religiosas forman parte medular de esa conciencia, es preciso expulsarlas del ámbito público, tachándolas groseramente de «prejuicios». Y, por supuesto, quienes las profesan quedan inmediatamente estigmatizados como peligrosos elementos de desestabilización social.

Inevitablemente, las sociedades amputadas de las fuentes que alimentan su conciencia normativa se tornan mucho más frágiles y manipulables: absolutizan, como el niño caprichoso, sus intereses; y acaban acogiéndose a la «bondad» del poder que les garantiza su satisfacción. Carlos Dívar ya ha sido caracterizado como el ogro que, «apelando a sus creencias religiosas», quiere dejar al niño sin su capricho; la maquinaria del descrédito se ha puesto en marcha.


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