por el Dr. Alberto Caturelli
Editado: Secretaría General del Ejército (Dpto IV - RRHH). 1982
enviado por el Sr. Carlos Arnossi (a quien públicamente agradecemos)
I. El hecho de la guerra y el bien común
a histórica e irreversible recuperación de las islas Malvinas y demás dependencias del Atlántico Sur, con la que toda la vida hemos soñado los argentinos, constituye una ocasión única para reflexionar—especialmente en un país de tradición católica— sobre la noción de guerra justa y, por tanto, lícita. No porque la guerra sea deseable por sí misma (nadie puede pensar esto en su sano juicio) sino en qué sentido una guerra puede ser justa y, por eso, también moralmente obligatoria.
El término guerra, que no proviene del latín. bellum sino del vocablo werra. del germano antiguo asimilado al latín vulgar, significa discordia, pelea. Y todos sabemos que siempre ha existido la discordia entre los hombres, ya sea singularmente, ya socialmente, de pueblo a pueblo. Quizá por eso, cuando consideramos este fenómeno desde el punto de vista histórico, filosófico o jurídico, simplemente partimos del hecho de la guerra, sin plantearnos la cuestión de su naturaleza y de su origen. Los antiguos, inmersos en un mundo de la necesidad, no resolvieron este problema ni explicaron su origen más allá de mitos arcaicos; en cambio, el problema estaba resuelto en la tradición hebreo-cristiana porque la discordia consigo mismo y con los demás es el resultado directo del pecado.
Yahvé dijo a Adán que, por haber pecado, "será maldita la tierra por tu causa" (Génesis, 3, 17); la expresión "maldición", que indica un acto de Dios supremamente justo, implica todos los males que se siguieron del pecado hasta la misma muerte. Entre esos males está, pues, la guerra que, como toda discordia y el dolor que conlleva, puede tener también un saludable carácter expiatorio. Este aspecto esencial de la guerra no es el objeto inmediato de la presente reflexión. Por ahora nos debe bastar partir del hecho.
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