por D. Tomás Domínguez Arévalo, Conde de Rodezno
Tomado de Obras Completas de Víctor Pradera,
T I, págs. 66-69
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1945
ara la nueva edición de El Estado Nuevo, el postrer libro de Pradera, se me hace el honor de pedirme unas lineas. Tarea fácil y difícil a un tiempo. Fácil cuanto suponga el abandono sentimental al recuerdo del amigo inolvidable, mártir de España y de la causa católica; inasequible a mi empeño, si pretendiese disertar sobre su labor ingente de pensador y de apóstol. Me abandono, pues, a lo primero.
Fue Víctor Pradera uno de los hombres que más influyeron en el desenvolvimiento de mi modesta vida política. Algunos años mayor que yo, los suficientes para considerarle como maestro, no sólo en orden a merecimientos, sino por la delantera que me llevaba en cargos públicos e historia política, pero no los suficientes para que la diferencia de edad excluyese la cordial confianza y el íntimo compañerismo, todas mis actuaciones giraron frecuentemente ligadas a las suyas, a lo que contribuía también el paisanaje. Fue Pradera figura nacional, y gran figura nacional pero tuvo en Navarra y en las Vascongadas su máxima representación. Por ello, la Revolución, que no perdona, le eligió como víctima señera en su propia tierra, en aquella tierra vasca, que él navarro de corazón y de nacimiento, vasco de residencia, había conmovido tantas veces con el verbo encendido de hispanidad flagelando a los que prostituían las conciencias y los sentimientos tradiclonales del país con las morbosas lucubraciones del impropiamente denominado nacionalismo vasco, proterva concepción de cerebros cien veces malditos, que en Pradera tuvo su más eficaz adversario.
Cuando yo era estudiante, Pradera, muy jóven aun pero ya ingeniero de Caminos y abogado, era diputado a Cortes por Tolosa. Los estudiantes carlistas de aquella época nos formamos en el espíritu de aquel diputado vascongado que a veces en el Congreso sostenía solo con el tesón que siempre le caracterizó los principios tradicionalistas. Todo ello en aquella época en que la ola liberal envolvía al mundo y todo lo arrollaba, bien distinta a ésta de los últimos años, cuando el ser tradicionalista casi se puso de moda, por haber ya dado las premisas liberales el fruto natural de sus consecuencias.
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