por S.E.R. Cardenal Rafael Merry del Val
Capítulo V
MI NOMBRAMIENTO DE CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO
No sin gran repugnancia me decido a tocar este tema mío, tan personal, al que, ciertamente, no hubiera aludido si no se hubiese hecho público hace tiempo y no hubiera sido mencionado, con más o menos pormenores, por otras personas. Es más. por indiscreción de un antiguo amigo, se ha publicado ya impreso el texto de la carta que Su Santidad se sirvió dirigirme en aquella ocasión Por ello, he creído no debía vacilar en dar a conocer por mí mismo lo ocurrido, muy especialmente teniendo en cuenta que constituye una prueba característica del modo de actuar de Pío X. Pocos, quizá, creerían fácilmente el hecho de que durante los dos meses largos que transcurrieron desde el día de su elección a la mañana en que me entregó el nombramiento, Pío X no me hizo la menor insinuación sobre sus planes a este respecto. Los más absurdos rumores circulaban por entonces en el ambiente con relación a la persona que tendría mayores probabilidades de ser designada por el Santo Padre para el puesto de Cardenal Secretario de Estado y sobre la resolución que adoptaría en este punto. Creo que, por mera casualidad, mi nombre apareció en la prensa al lado de otros varios, aunque, por razones claras y evidentes, parecía lógico que Su Santidad no pensara en mí, y —debo confesarlo ingenuamente— yo mismo no me paré a considerar la posibilidad de aquella solución, tan extraña e inesperada.
Transcurrieron semanas de trabajo febril. La pesada carga de la tarea diaria no me dejaba tiempo de reflexionar en otra cosa, y sólo aspiraba a verme relevado de la ingente responsabilidad de un oficio transitorio, que ninguna persona razonable hubiera deseado ver prolongado. Más tarde supe que el Santo Padre, durante este lapso de tiempo, había requerido repetidas veces la opinión de algunos de los miembros más destacados y experimentados del Sacro Colegio sobre este asunto, y lo había hecho objeto de sus constantes oraciones. En la mañana del domingo 18 de octubre de 1903 despaché, como siempre, durante una hora varios asuntos con Su Santidad, y cuando me levantaba para despedirme, me alargó un sobre algo voluminoso dirigido a mí con su propia letra, diciendo distraídamente, como refiriéndose a algo que había olvidado: "¡Ah Monseñor! Esto es para vos." En ocasiones anteriores se había conducido en idéntica forma al terminar nuestras entrevistas, y más de una vez me había entregado grandes sobres de esta clase con igual sobrescrito, conteniendo documentos que requerían atención especial. No experimenté, por tanto, la menor sorpresa ni di importancia excepcional a este hecho. Deslicé el paquete entre los restantes papeles, y respondí: "Muy bien, Santo Padre; ya lo veré para informaros mañana." Al atravesar la loggia, camino de mis habitaciones, me detuvo el Cardenal Mocenni, quien, al parecer, había hablado con Su Santidad por la mañana temprano y sabía lo que iba a pasar. Su Eminencia me había demostrado siempre una gran amistad y simpatía durante los ocho años que pasé en el Vaticano con León XIII, y acostumbraba tratarme con familiaridad. "Bueno, ¿qué noticias tenemos esta mañana? —me preguntó con la franqueza un tanto áspera en él habitual— ¿Quién va a ser el nuevo Cardenal Secretario?" "Tened la seguridad de que yo no lo sé, Eminencia —fue mi respuesta—; el Santo Padre no ha hecho nunca alusión a este punto en presencia mía." El Cardenal inclinó un poco la cabeza para volverla a levantar con un gesto de sorpresa. "¿Cómo es esto? —exclamó casi bruscamente—.Venga a mi cuarto."
Le seguí hasta su despacho, donde me hizo sentar, empezando a asediarme a preguntas. Manifestó que creía imposible que yo no estuviera enterado de la decisión tomada por Su Santidad. Volví a insistir yo en el hecho de que nada excepcional había ocurrido durante mi audiencia con el Papa, que no habíamos hablado ni una sola palabra sobre el futuro Cardenal Secretario y que yo me había marchado, como de costumbre, con mis papeles y un sobre con documentos que el Santo Padre me había entregado momentos antes de salir. "¡Un sobre!—exclamó—. ¿Dónde está? ¿Porqué no lo abrís?"
Así lo hice, echando una rápida ojeada a la carta que había dentro. ¿Sería demasiado decir que me sentí un tanto ofuscado y bastante conmovido al leer su contenido? El anciano Cardenal me miraba con una sonrisa comprensiva y me daba afectuosas palmadas sobre el hombro. Junto con el autógrafo del Papa iba incluida una considerable suma en billetes de Banco, que justificaban el grosor del sobre. Con su bondad paternal, Su Santidad deseaba, sin dudas, que yo aceptase aquella cantidad, por no haber percibido hasta entonces remuneración de ninguna clase, y porque también deseaba contribuir a los gastos que me ocasionaría el nombramiento.
La carta decía así:
"La opinión de los eminentes Cardenales que os eligieron como Secretario de Cónclave, la amabilidad con que consentisteis en aceptar durante este tiempo los deberes de Secretario de Estado y la escrupulosa fidelidad con que habéis desempeñado este puesto tan delicado, me obligan a rogaros os hagáis cargo, con carácter permanente, del cargo de mi Secretaría de Estado. "Con este motivo, y también para satisfacer una necesidad afectiva de mi propio corazón y daros una pequeña prueba de mi profunda gratitud, en el próximo Consistorio, que habrá de celebrarse, Dios mediante, el próximo día 9 de noviembre, me daré el placer de crearos Cardenal de la Santa Iglesia Romana. "Para vuestra tranquilidad, debo añadir que, al obrar de este modo, cumplo un deseo de la mayoría de los Cardenales, los cuales comparten mi admiración por los excelentes dones con que os ha dotado el Señor y con los que, ciertamente, habréis de rendir servicios muy señalados a la Iglesia. "Al llegar a este punto, con particular afecto, os doy mi bendición apostólica. "Dado en el Vaticano el 18 de octubre de 1903 Pío P P X."
Algo repuesto de mi sorpresa, subí a ver al Santo Padre, que me recibió con particular cariño, pero descartando firmemente cualquier intento de oponerme a su resolución o de eludir el compromiso. Habíase decidido —me aseguró— con plena deliberación, y debía inclinarme ante la voluntad de Dios como él mismo había hecho en mi presencia.
Capítulo V
MI NOMBRAMIENTO DE CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO
No sin gran repugnancia me decido a tocar este tema mío, tan personal, al que, ciertamente, no hubiera aludido si no se hubiese hecho público hace tiempo y no hubiera sido mencionado, con más o menos pormenores, por otras personas. Es más. por indiscreción de un antiguo amigo, se ha publicado ya impreso el texto de la carta que Su Santidad se sirvió dirigirme en aquella ocasión Por ello, he creído no debía vacilar en dar a conocer por mí mismo lo ocurrido, muy especialmente teniendo en cuenta que constituye una prueba característica del modo de actuar de Pío X. Pocos, quizá, creerían fácilmente el hecho de que durante los dos meses largos que transcurrieron desde el día de su elección a la mañana en que me entregó el nombramiento, Pío X no me hizo la menor insinuación sobre sus planes a este respecto. Los más absurdos rumores circulaban por entonces en el ambiente con relación a la persona que tendría mayores probabilidades de ser designada por el Santo Padre para el puesto de Cardenal Secretario de Estado y sobre la resolución que adoptaría en este punto. Creo que, por mera casualidad, mi nombre apareció en la prensa al lado de otros varios, aunque, por razones claras y evidentes, parecía lógico que Su Santidad no pensara en mí, y —debo confesarlo ingenuamente— yo mismo no me paré a considerar la posibilidad de aquella solución, tan extraña e inesperada.
Transcurrieron semanas de trabajo febril. La pesada carga de la tarea diaria no me dejaba tiempo de reflexionar en otra cosa, y sólo aspiraba a verme relevado de la ingente responsabilidad de un oficio transitorio, que ninguna persona razonable hubiera deseado ver prolongado. Más tarde supe que el Santo Padre, durante este lapso de tiempo, había requerido repetidas veces la opinión de algunos de los miembros más destacados y experimentados del Sacro Colegio sobre este asunto, y lo había hecho objeto de sus constantes oraciones. En la mañana del domingo 18 de octubre de 1903 despaché, como siempre, durante una hora varios asuntos con Su Santidad, y cuando me levantaba para despedirme, me alargó un sobre algo voluminoso dirigido a mí con su propia letra, diciendo distraídamente, como refiriéndose a algo que había olvidado: "¡Ah Monseñor! Esto es para vos." En ocasiones anteriores se había conducido en idéntica forma al terminar nuestras entrevistas, y más de una vez me había entregado grandes sobres de esta clase con igual sobrescrito, conteniendo documentos que requerían atención especial. No experimenté, por tanto, la menor sorpresa ni di importancia excepcional a este hecho. Deslicé el paquete entre los restantes papeles, y respondí: "Muy bien, Santo Padre; ya lo veré para informaros mañana." Al atravesar la loggia, camino de mis habitaciones, me detuvo el Cardenal Mocenni, quien, al parecer, había hablado con Su Santidad por la mañana temprano y sabía lo que iba a pasar. Su Eminencia me había demostrado siempre una gran amistad y simpatía durante los ocho años que pasé en el Vaticano con León XIII, y acostumbraba tratarme con familiaridad. "Bueno, ¿qué noticias tenemos esta mañana? —me preguntó con la franqueza un tanto áspera en él habitual— ¿Quién va a ser el nuevo Cardenal Secretario?" "Tened la seguridad de que yo no lo sé, Eminencia —fue mi respuesta—; el Santo Padre no ha hecho nunca alusión a este punto en presencia mía." El Cardenal inclinó un poco la cabeza para volverla a levantar con un gesto de sorpresa. "¿Cómo es esto? —exclamó casi bruscamente—.Venga a mi cuarto."
Le seguí hasta su despacho, donde me hizo sentar, empezando a asediarme a preguntas. Manifestó que creía imposible que yo no estuviera enterado de la decisión tomada por Su Santidad. Volví a insistir yo en el hecho de que nada excepcional había ocurrido durante mi audiencia con el Papa, que no habíamos hablado ni una sola palabra sobre el futuro Cardenal Secretario y que yo me había marchado, como de costumbre, con mis papeles y un sobre con documentos que el Santo Padre me había entregado momentos antes de salir. "¡Un sobre!—exclamó—. ¿Dónde está? ¿Porqué no lo abrís?"
Así lo hice, echando una rápida ojeada a la carta que había dentro. ¿Sería demasiado decir que me sentí un tanto ofuscado y bastante conmovido al leer su contenido? El anciano Cardenal me miraba con una sonrisa comprensiva y me daba afectuosas palmadas sobre el hombro. Junto con el autógrafo del Papa iba incluida una considerable suma en billetes de Banco, que justificaban el grosor del sobre. Con su bondad paternal, Su Santidad deseaba, sin dudas, que yo aceptase aquella cantidad, por no haber percibido hasta entonces remuneración de ninguna clase, y porque también deseaba contribuir a los gastos que me ocasionaría el nombramiento.
La carta decía así:
"La opinión de los eminentes Cardenales que os eligieron como Secretario de Cónclave, la amabilidad con que consentisteis en aceptar durante este tiempo los deberes de Secretario de Estado y la escrupulosa fidelidad con que habéis desempeñado este puesto tan delicado, me obligan a rogaros os hagáis cargo, con carácter permanente, del cargo de mi Secretaría de Estado. "Con este motivo, y también para satisfacer una necesidad afectiva de mi propio corazón y daros una pequeña prueba de mi profunda gratitud, en el próximo Consistorio, que habrá de celebrarse, Dios mediante, el próximo día 9 de noviembre, me daré el placer de crearos Cardenal de la Santa Iglesia Romana. "Para vuestra tranquilidad, debo añadir que, al obrar de este modo, cumplo un deseo de la mayoría de los Cardenales, los cuales comparten mi admiración por los excelentes dones con que os ha dotado el Señor y con los que, ciertamente, habréis de rendir servicios muy señalados a la Iglesia. "Al llegar a este punto, con particular afecto, os doy mi bendición apostólica. "Dado en el Vaticano el 18 de octubre de 1903 Pío P P X."
Algo repuesto de mi sorpresa, subí a ver al Santo Padre, que me recibió con particular cariño, pero descartando firmemente cualquier intento de oponerme a su resolución o de eludir el compromiso. Habíase decidido —me aseguró— con plena deliberación, y debía inclinarme ante la voluntad de Dios como él mismo había hecho en mi presencia.
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