Capítulo VII
De cómo Dios saca el bien de la prevaricación Angélica y de la humana
De todos los misterios, el más pavoroso es este de la libertad, que constituye al hombre señor de sí mismo y le asocia a la Divinidad en la gestión y en el gobierno de las cosas humanas.
Consistiendo la libertad imperfecta dada a la criatura en la facultad suprema de escoger entre la obediencia y la rebeldía hacia su Dios, otorgarle la libertad viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de alterar la inmaculada belleza de sus creaciones; y como quiera que en esa belleza inmaculada consiste el orden y la armonía del universo, otorgarle la facultad de alterarla viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de sustituir el orden con el desorden, la armonía con la perturbación, el bien con el mal.
Este derecho, aun encerrado en los límites que dijimos, es tan exorbitante, y esta facultad tan monstruosa, que el mismo Dios no hubiera podido otorgarla si no hubiera estado cierto de convertirla en instrumento de sus fines y de atajar sus estragos con su poder infinito.
La razón suprema de existir la facultad concedida a la criatura de convertir el orden en desorden, la armonía en perturbación, el bien en mal, está en la potestad que tiene Dios de convertir el desorden en orden, la perturbación en armonía y el mal en bien. Suprimida esta altísima potestad en Dios, sería lógicamente necesario o suprimir aquella facultad en la criatura o negar a un mismo tiempo la divina inteligencia y la omnipotencia divina.
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