por G.K. Chesterton
II. Del espíritu negativo
Mucho se ha dicho, y con razón, de lo enfermizo de la vida monacal, de la histeria que con frecuencia se asocia a las visiones de eremitas o monjas. Pero no olvidemos que esa religión visionaria es, en cierto sentido, necesariamente más completa que nuestra moderna y razonable moralidad. Y lo es porque toma en cuenta la idea del éxito o del triunfo en la desesperada batalla hacia el ideal ético, porque considera lo que Stevenson llamaba con su habitual y pasmosa facilidad de palabra «la batalla perdida de la virtud». Una moralidad moderna, por otra parte, sólo puede señalar con absoluta convicción los horrores siguen al quebrantamiento de la ley; su única certeza es una certeza de lo malo. Sólo puede señalar las imperfecciones. No tiene una perfección para señalar. Pero el monje que medita sobre Cristo, o sobre Buda, tiene en su mente una imagen de salud perfecta, algo de colores vivos y aire limpio.
Tal vez contemple ese ideal de plenitud mucho más de lo que debiera; tal vez lo contemple hasta olvidarse o hasta excluir otras cosas; tal vez lo contemple hasta convertirse en soñador o en charlatán; pero, aun así, lo que contempla es plenitud y es felicidad. Tal vez se vuelva loco; pero se vuelve loco por el amor a la cordura.
Por el contrario, el estudiante moderno de ética, incluso si se mantiene cuerdo, permanece sano por un insano temor a la locura.
El anacoreta que se revuelca sobre las piedras en su trance de sumisión es, fundamentalmente, una persona más sana que muchos de esos hombres sensatos que, tocados con sombrero de seda, caminan por Cheapside.
Pues muchos de ellos son buenos sólo a través de un desvaído conocimiento del mal. No defiendo en este momento, para el devoto, nada más que esa ventaja primaria: que, aunque personalmente se esté debilitando y convirtiéndose en alguien patético, sigue anclando sus pensamientos, en gran medida, en una fuerza y en una felicidad gigantescas; en una fuerza que carece de límites y en una felicidad sin fin. Sin duda, existen otras objeciones que pueden hacerse, no sin razón, contra la influencia de dioses y visiones en la moral, ya sea en las celdas o en las calles. Pero esa ventaja, la moral mística la tendrá siempre, siempre será más alegre. Un joven puede mantenerse alejado del vicio pensando sin cesar en la enfermedad. También puede mantenerse alejado de él pensando continuamente en la Virgen María. Se puede cuestionar cuál de los dos métodos resulta más razonable, e incluso cuál de los dos es más eficaz. Pero de lo que no puede ponerse en duda es cuál resulta más pleno.
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