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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

2 de octubre de 2008

Juan Donoso Cortés: Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (7)


7.- Que la Iglesia ha triunfado de la sociedad a pesar de los mismos obstáculos y por los mismos medios sobrenaturales que dieron la victoria sobre el mundo a nuestro Señor Jesucristo .


La Iglesia católica, considerada como institución religiosa, ha ejercido la misma influencia en la sociedad que el catolicismo, considerado como doctrina, en el mundo; la misma que Nuestro Señor Jesucristo en el hombre. Consiste esto en que Nuestro Señor Jesucristo, su doctrina y su Iglesia no son en realidad sino tres manifestaciones diferentes de una misma cosa; conviene a saber: de la acción divina obrando sobrenatural y simultáneamente en el hombre y en todas sus potencias, en la sociedad y en todas sus instituciones. Nuestro Señor Jesucristo, el catolicismo y la Iglesia católica son la misma palabra, la palabra de Dios resonando perpetuamente en las alturas.

Esa palabra ha tenido que superar los mismos obstáculos y ha triunfado por los mismos medios en sus encarnaciones diferentes. Los profetas de Israel habían anunciado la venida del Señor en la plenitud de los tiempos, habían escrito su vida, habían lamentado con tremendas lamentaciones sus tremendos infortunios, habían dicho sus dolores, habían descrito sus trabajos, habían contado una por una las gotas que componían el mar de sus lágrimas, habían visto sus congojas y vilipendios, habían levantado el acta de su pasión y de su muerte; a pesar de todo esto, el pueblo de Israel no le conoció cuando vino, y cumplió todas las profecías olvidado de sus profetas. La vida del Señor fue santísima; su boca había sido la única boca humana que se había atrevido a pronunciar en presencia de los hombres estas palabras, insensatamente blasfemas o inefablemente divinas: «¿Quién me argüirá de pecado?». Y a pesar de esas palabras, que ningún hombre había pronunciado antes, que no pronunciará después ninguno, el mundo no le conoció, y le llenó de ignominias. Su doctrina era maravillosa y verdadera, y lo era tanto, que iba como perfumándolo todo con su extremada suavidad y bañándolo todo con sus apacibles resplandores. Cada una de las palabras que caían blandamente de sus sacratísimos labios era una revelación portentosa; cada revelación, una verdad sublime; cada verdad, una esperanza o un consuelo. Y, a pesar de todo, el pueblo de Israel apartó la luz de sus ojos y cerró su corazón a aquellas portentosas consolaciones y a aquellas sublimes esperanzas. Obró milagros nunca vistos de los hombres ni oídos de las gentes, y a pesar de esto se apartaron de Él con horror, como si estuviera inficionado de la lepra o como si llevara en la frente una maldición estampada por la cólera divina, las gentes y los hombres. Hasta uno de entre sus discípulos, a quien amó con amor, fue sordo al reclamo dulce de sus dulcísimos amores, y cayó en el abismo de la traición desde la eminencia del apostolado.

La Iglesia de Jesucristo venía anunciada por grandes profetas y representada en símbolos o figuras desde el principio de los tiempos. Su mismo divino Fundador, al abrir sus zanjas inmortales y al modelar en un molde maravilloso sus divinas jerarquías, puso ante los ojos de sus apóstoles su historia advenidera; allí anunció sus grandes tribulaciones, sus persecuciones sin ejemplo; vio pasar uno por uno y unos en pos de otros, en sangrienta procesión, sus confesores y sus mártires. Dijo cómo las potestades del mundo y del infierno ajustarían contra ella, en odio a él, paces horribles y sacrílegas alianzas, y de qué manera triunfaría, por su gracia de todas las potestades del mundo y del infierno. Tendió por toda la prolongación de los tiempos su vista soberana, y anunció el fin de todas las cosas y la inmortalidad de su Iglesia, transformada en aquella Jerusalén celestial vestida de luz y de piedras resplandecientes, llena de gloria y empapada en perfumes de suavísimas fragancias. A pesar de esto, el mundo, que la vio siempre perseguida y siempre triunfante, que ha podido contar y ha contado por sus tribulaciones sus victorias, le da perpetuamente nuevas victorias con sus nuevas tribulaciones, cumpliendo así ciegamente la grande profecía, al mismo tiempo que se olvida de lo profetizado y del Profeta. La Iglesia es perfecta y santísima, así como su divino Fundador fue perfecto y santísimo. Ella también, y sólo ella, pronuncia en presencia del mundo aquella palabra nunca oída: «¿Quién me argüirá de error? ¿Quién me argüirá de pecado?». Y a pesar de esa extraña palabra que ella sola pronuncia, el mundo ni la desmiente ni la sigue sino con sus vituperios. Su doctrina es maravillosa y verdadera, porque es la enseñada por el gran Maestro de toda verdad y el gran Hacedor de toda maravilla, y, sin embargo, el mundo cursa estudios en la cátedra del error y pone un oído atento a la elocuencia vana de impúdicos sofistas y de oscuros histriones. Recibió de su divino Fundador la potestad de hacer milagros, y los hace, siendo ella misma un milagro perpetuo; y, sin embargo, el mundo la llama vana superstición y vergonzosa y es dada en espectáculo a los hombres y a las gentes. Sus propios hijos, amados con tanto amor, ponen su mano sacrílega en el rostro de su ternísima Madre, y abandonan el santo hogar que protegió su infancia, y buscan en nueva familia y en nuevo hogar no sé qué torpes delicias y qué impuros amores; y de esta manera va siguiendo el anunciado camino de su dolorosa pasión, no conocida del mundo y desconocida de los heresiarcas.

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