Por D. Rubén Calderón Bouchet
Tomado de Argentinidad
EL TIEMPO Y LA SANGRE: El hombre ha sido hecho por Dios para que lo conozca, lo sirva, lo ame y de esta manera salve su alma y para nada más, añade con vascongada intrepidez San Ignacio de Loyola. La cosa, presentada así, con la brusca parquedad de un axioma, puede parecernos hoy demasiado simple y deja sin responder a una serie de interrogantes que desde la ciencia y la filosofía moderna saldrían al encuentro de nuestra inquietud. Personalmente me atrevo a dejarlo así, como ésta, porque me parece una respuesta saludable y muy bien fundada al misterio que nos plantea nuestra propia existencia.
En primer lugar porque si no nos hizo Dios ¿Quién nos hizo? ¿Cómo explico la aparición de este preguntón inagotable que emerge de rondón entre las bestias apacibles y comienza su inquietante aventura histórica? ¿A quién dirige sus preguntas? Y como esta es una pregunta más que se impone con todo el peso de una necesidad casi absoluta, el buen sentido sugiere la existencia de un interlocutor ante quien preguntamos y cuyo silencio nos llena de consternación y congoja. No obstante la respuesta de Dios es muy clara y cuando fue interrogado por Moisés frente a la zarza que ardía inexplicablemente ante sus ojos, dijo con toda seguridad: Soy el que soy, el que Es te envía para que respondáis a los tuyos.
Si Dios se señala a sí mismo como el Ser por antonomasia, todas las preguntas que hagamos en nuestra vida tienen que ser resueltas en la plenitud con que vivamos nuestra propia realidad. Es en la cumbre de nuestra generosidad existencial donde hallaremos la respuesta que sosiega y calma la congoja que despierta su aparente silencio. El monte Sinaí, el Tabor son los símbolos topográficos de la altura que es menester alcanzar para oír la contestación del Señor. Mientras permanecemos en los pantanos de la bajeza sólo oiremos el croar de los batracios y el lastimero ruido de las bestias que se arrastran.
Él es el que Es y el ser tiene gradaciones: desde el cascote al hombre, pasando por las plantas y los animales hay un ascenso claro que cualquier imbécil puede notar y colocados ya, en la escala de lo humano, desde el distraído por el son de las flautas bucólicas y el espejismo de los encantos carnales, hasta el abstraído en la contemplación de las verdades eternas hay diferencias existenciales tan notables que únicamente puede negarlas el que carece de ojos espirituales para percibir la nobleza de las almas.
Decía Don Quijote que nadie es más que otros si no hace más, pero el que hace más, es más. En este preciso sentido ascender la montaña de la generosidad hasta anegarse en el olvido de sí mismo, es la manera de arrimarse a Dios y escuchar la respuesta a la pregunta que le hemos dirigido y que consiste, fundamentalmente, en este ascenso a la cima de nuestra realidad.
Pero somos también sangre, tiempo y agonía, es muy cierto, pero la agonía no serviría para nada sino fuera capaz de vencer a la sangre y al tiempo. A la primera porque nos ata demasiado al dolor y al sufrimiento y al segundo porque nos encadena a los sucesos que, como el amor de los marineros: besan y se van y una noche nos casan con la muerte y no vuelven nunca más. Neruda estaba demasiado ligado al tiempo y a la sangre para escuchar la voz del Señor. En el tumulto que hacían las voces de las cosas no podía oír otra palabra hasta que quedó, acostado en su nostalgia y mecido por el rumor de las olas que no pueden responder a ninguna de nuestras preguntas.
La sangre y el tiempo son escabeles que nos conducen hasta el que verdaderamente Es o son etapas que nos detienen en el ascenso y nos engañan con el atractivo de su esplendor efímero. En la época juvenil es el fervor de la sangre lo que nos distrae de nuestros esfuerzos y dispersa las energías en el ancho campo de los atractivos sensuales. Más tarde, en el ocaso de la vida, nos atan a la tristeza, para hundirnos en la bajeza del dolor sin sentido.
Conocer a Dios es una cuestión de crecimiento humano, amarlo, es lo mismo que desear nuestra perfección y respirar el aire de las cumbres alcanzadas, sin olvidar que en el ascenso nos acecha un enemigo más solapado y malicioso que la carne. Se oculta en todos los desengaños y en cada una de las dificultades que el camino ofrece. Allí está, agazapado y estéril, para decirnos que todo, absolutamente todo es inútil, y que en la cima no hay más que cuatro piedras barridas por el viento. Dios quiere que aparezcan casi cuando el Sol se oculta y cuando apenas nos quedan fuerzas para negarnos a la sugestión de su derrotismo, por eso en el Padre Nuestro aparece al final, cuando ya hemos pedido el advenimiento del Reino y sólo nos queda rogar que nos libre del Malvado: “sed libera nos a Malo”.
Se dice que el llanto de un viejo es tanto más triste cuanto es el resumen de toda su vida y cuando un anciano llora, el Malo le insinúa al oído que él es el autor del universo, el fabricante de este dédalo absurdo del que sólo podemos salir por el artilugio de una muerte voluntaria.
CUESTIONES DE ESTILO: Entre el discurso parlamentario y la homilía dominical se desliza la cátedra como una suerte de disertación intermedia que tiene algo de discurso y un poco de homilética. En verdad no es ni una cosa ni otra, para discurso la falta énfasis y ese llamado a la emoción apto para conmover la fibra del partidario y para homilía carece del vuelo sobrenatural que conduce el alma a la contemplación de las verdades divinas. No obstante el buen catedrático no está totalmente libre de convocar la afectividad del oyente, necesita despertar una emoción que ayude a la faena intelectual y, en alguna medida, toque esas cuerdas del alma donde vibra el entusiasmo por la verdad y hasta asoma un poco la virtuosidad polémica que exige el combate contra la mentira filosófica o la deformación científica de algunos hechos. El buen catedrático tiene algo de polemista y, sin caer en la oratoria partidaria, debe sostener con buen ímpetu las opiniones comprometidas en el debate.
Siempre hay debate y nunca conviene evitarlo del todo, aunque se soslayen por impertinentes los dicterios ofensivos y los recursos a los golpes directos, muy eficaces en la polémica callejera, pero poco recomendables en la serenidad de la cátedra. Porque la cátedra tiene necesariamente que ser serena. Cuando el profesor manifiesta su iracundia, pierde seriedad y cae fácilmente en el ridículo, algo que debe evitarse como el peligro mayor que puede amenazar la integridad de un catedrático. El ridículo y el aburrimiento son los enemigos declarados: el primero en un sentido absoluto y total, un profesor ridículo, es inadmisible. En cambio un profesor aburrido puede tolerarse dentro de ciertos límites y con la seguridad de que conoce bien sus asuntos y es capaz de impartir una enseñanza saludable. Contra ambos flagelos es siempre aconsejable el uso de una discreta ironía. Entendámonos bien: la ironía no es el sarcasmo ni la burla, es el uso suave y matizado de un escepticismo muy ligero que afecta tanto al catedrático como a sus oyentes y los hacen partícipes de una cierta ignorancia extensible a todos los conocimientos humanos. Sabemos que dos y dos son cuatro, pero si damos a entender que esta seguridad plúmbea adviene solamente con los entes de razón, ponemos a nuestra afirmación un límite sereno y sonriente que nos devuelve más tranquilos a la perpleja inseguridad de los otros conocimientos. Gilson solía decir que el pensador moderno pensaba, allí donde el antiguo trataba de conocer y con esta suave advertencia nos ponía en guardia contra los abusos de la lógica en el accidentado terreno de la filosofía.
Cuando examinamos una obra literaria lo primero que se impone a nuestra consideración es el carácter del estilo: oratorio, homilético, catedrático, narrativo o dialogado y esto sucede en cualquier género literario, incluso en aquellas composiciones poéticas que por su brevedad podrían escapar a una apreciación de esta naturaleza. En Juan Ramón Jiménez predomina siempre el acento narrativo: ya se asome por la verja de un viejo parque desierto o se quede un instante en el balcón a solas con su enamorada. Antonio Machado es un orador sumamente parco y sobrio, pero decidido a marcar las tierras de Alvar González en el corazón de España con la decisiva tristeza de sus campos solitarios o increpar a Dios por haberle quitado lo que él más quería y haberlo dejado al fin en su coloquio con el mar. Unamuno era decididamente homilético y su vocación sacerdotal se hacía sentir en todo lo que escribía, así fuera en abierta polémica con la Iglesia. Ramiro de Maeztu y José Ortega y Gasset fueron dos profesores y como catedráticos universales asumieron, por su cuenta y riesgo, la faena de informar a los españoles de su época todo cuanto podía servirles para colocarlos en el nivel de los tiempos.
Un buen novelista tiene, necesariamente, que ser un buen narrador, pero, al mismo tiempo, es conveniente que sepa hacer hablar a sus personajes de acuerdo con lo que son y con lo que representan en la sociedad a la que pertenecen y ambas condiciones no siempre se dan en el mismo artista. Ricardo Gűiraldez lleva en Don Segundo Sombra una narración muy bien sostenida por la etopeya de su personaje central y los pocos diálogos que anima el cuadro evocativo tienen una indudable veracidad, pero son pocos y emergen, esporádicamente traídos a colación por el recuerdo de un personaje o de una escena vivida por su propia memoria.
Castellani es un escritor religioso y aunque sus homilías son de su exclusiva propiedad, imponen su presencia tanto en sus cuentos como en sus versos y los convierten en rezagos, no siempre de primera clase, de sus auténticos sermones.
1 comentarios:
Gracias Eteban.
Una vez más en deuda.
Un abrazo en Xto Rey.
Cruzamante
Publicar un comentario