por Jesús Miguel Santos Roman
Tomado de Hispánitas (que desgraciadamente se disolvió el 24 de Septiembre de 2008)
Para todos aquellos que se avergüenzan de España. Para todos aquellos que bajan la cabeza y no saben qué contestar cuando se injuria a nuestra Patria. Para todos aquellos que sienten temor de investigar en nuestra Historia porque piensan que van a encontrar una España oscura, umbría, dominadora, corrompida, supersticiosa, genocida, fanática. Para aquellos que denigran a la Iglesia Católica como azote de indios.
No cabe duda, nos han tejido una leyenda negra alrededor de los ojos, que no nos permite ver con claridad lo que fue y significó el Imperio español. En ningún caso negaremos que se produjeron abusos. Eso sería traicionar a los que lucharon contra todo tipo de injusticias. Eso sería como decirles: “de nada sirvió cuanto hicisteis, en vano os esforzasteis, pues no existió ningún abuso en América”. Y, sin embargo, yo pregunto ¿hubo otra Corona sobre la faz de la tierra más preocupada que España por la Justicia? La Historia del Imperio español es la Historia de una Corona preocupada por la legitimidad de su presencia en América, dejando de lado toda consideración económica, con esa despreocupación por uno mismo que una vez alabara Pericles refiriéndose a los gloriosos atenienses.
Todo comenzó en aquel temprano tercer domingo de Adviento de 1511. No hacía ni veinte años que las tres carabelas de alas blancas habían surcado los vientos a lomos del colosal Atlántico, y ya la voz del dominico Antonio de Montesinos resonaba por todos los rincones del incipiente Imperio clamando contra las injusticias cometidas por los primeros colonos de aquellas tierras vírgenes. ¿Y cuál fue la reacción de aquella terrible y sanguinaria Corona española? Ni más ni menos que llamar a ese monje insignificante de La Española a presencia del mismísimo Rey Fernando el Católico. Y ahí, postrado de rodillas, en una de esas imágenes que quedan para la eternidad, tenéis a Fray Antonio de Montesinos, leyendo para el Rey las injusticias que algunos hijos de España habían cometido impunemente en las Américas. A esta voz siguieron muchas otras, unas más conocidas, otras totalmente ignoradas por el común de los españoles, como las de Fray Bartolomé de las Casas, el padre Pedro de Córdoba, Jerónimo de Mendieta, Francisco de Vitoria, Jerónimo de Loaysa, Domingo de Cárdenas, José de Acosta, Luis Sánchez y un larguísimo etcétera. Y que nadie se extrañe de ver entre estos nombres muchos fray y padre, porque aquella Iglesia Católica, para muchos oscurantista e inquisidora, fue la valedora de indios, la protectora de indígenas, la Madre de las Américas.
¿Pero es que acaso la Corona española se quedó de brazos cruzados ante estas atrocidades? Ni mucho menos. En 1512 Su Majestad Católica Fernando de Aragón convocaba una Asamblea presidida por Rodríguez de Fonseca, Obispo de Palencia. Dicha Asamblea declararía ese mismo año la ineludible libertad de los indios, que debían ser instruidos en la fe y ejercitados en el trabajo, el cual había de ser siempre provechoso para ellos y comportar un sueldo justo, así como un inexcusable tiempo de ocio.
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