Por Gilbert K. Chesterton
XI. La ciencia y los salvajes
Un hombre puede entender de astronomía sólo si es astrónomo; puede entender de entomología sólo si es entomólogo (o, tal vez, insecto). Pero un hombre puede entender mucho de antropología por el hecho de ser, meramente, hombre. Él es el animal al que dedica su estudio. De ahí surge el hecho que se da por todas partes en las investigaciones sobre etnología y folclore: el mismo espíritu frío y distante que logra el éxito en la investigación sobre astronomía o botánica, sólo logra desastres en el estudio de la mitología o los orígenes del hombre. Hace falta dejar de ser hombre para hacer justicia a un microbio; pero no es necesario dejar de ser hombre para hacer justicia a los hombres. Esa misma supresión de simpatías, ese mismo apartar las intuiciones o las corazonadas que hacen que los hombres sean preternaturalmente aptos para abordar el estudio del estómago de una araña, es lo que los hace preternaturalmente incapaces para el estudio del corazón del hombre.
Para entender la humanidad se vuelven inhumanos. Muchos hombres de ciencia se jactan de su ignorancia del otro mundo, pero en este asunto su defecto se pone en evidencia, no a partir de su ignorancia del otro mundo, sino de su ignorancia de éste. Pues los secretos de los que se ocupan los antropólogos se aprenden mejor, no a partir de libros o viajes, sino a partir de la relación habitual de unos hombres con otros. El secreto de por qué algunas tribus salvajes adoran a los monos, o la luna, no se descubre siquiera viajando al encuentro de esos salvajes y tomando nota de sus respuestas, por más que el más inteligente de los hombres decida seguir esa vía. La respuesta a ese enigma se halla en Inglaterra; se halla en Londres. Mejor aún, se halla en su propio corazón.
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