allámonos de nuevo en aquella Roma de los últimos tiempos del Imperio. No lejos del palacio donde crece Ambrosio, el futuro doctor de la Iglesia, a unos pasos del Tíber y pegando con el teatro Pompeyo, hay otra casa más modesta, donde se ha hospedado una familia española, cuyos miembros se distinguen todos por su entusiasmo religioso. Son cuatro: el padre, llamado Antonio, que vive como un hermano con su mujer Lorenza; una hija, Irene, que lleva el velo de las imágenes, y un joven, Dámaso, a quien su padre, lector, escritor, notario y sacerdote de la Iglesia romana, educa solícito en un ambiente de ciencia y de piedad. Admitido desde su juventud en el orden clerical, no tarda en distinguirse por la austeridad de su vida, por su espíritu despierto, por la energía de su carácter y por su amor a los antiguos recuerdos cristianos. Cuando San Atanasio llega a Roma en 341, Dámaso se hace desde el primer momento su amigo y admirador; escucha con avidez las maravillas que los compañeros del patriarca cuentan sobre los monjes de los desiertos egipcios, y en medio de los bandos que desgarran el cristianismo, su fe se hace más clara y firme. Al mismo tiempo, su prestigio va creciendo en la sociedad romana: el pontífice Liberio le honra con su confianza, los senadores buscan su amistad, las grandes damas llegan a él pidiendo dirección y consejo. Es el alma de aquella reunión de piadosas mujeres que tiene su asiento en el Aventino, alrededor de Paula, Marcela y Fabiola. Naturalmente, empieza a tener enemigos que, envidiosos de su ascendiente entre la aristocracia cristiana, le motejan de halagador de orejas femeninas, auriscalpius feminarum.
Era aquél un tiempo de indecisiones religiosas y de enconadas luchas dogmáticas. El emperador Constantino turbaba las Iglesias con un despotismo teocrático; con su favor, Arrio triunfaba por todas partes; los obispos ortodoxos caminaban al destierro, y la fe de Nicea parecía olvidada para siempre.
En este momento (366) es cuando el español Dámaso es llamado a ocupar la cátedra de San Pedro. El espectáculo que se ofrecía a sus ojos era para encoger el corazón más animoso: cismas, discusiones heréticas, rebeldías, apasionamientos teológicos, arbitrariedades imperiales. Cada día aparecía un nuevo dogmatizador que, a fuerza de cavilar sobre la naturaleza, o la persona o la voluntad de Cristo, había llegado a descubrir errores nuevos. En la misma Roma las sectas se combatían con encarnizamiento. Dámaso se encontró con una Iglesia de donatistas africanos, otra de luciferinos, que eran los jansenistas de aquellos días y otra independiente, que dirigía un asceta prestigioso. Poco a poco, todos estos grupos fueron deshaciéndose gracias a la política del nuevo Papa, a quien ayudaban los magistrados de la ciudad.
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