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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

12 de diciembre de 2008

Una gran lección



por Juan Manuel de Prada


na nota característica de las sociedades idolátricas es su incapacidad para afrontar la muerte con naturalidad. Mientras el hombre está sano, la idolatría de la ciencia y el progreso le inspira ideas fatuas, haciéndole creer que es un semidiós; en cambio, cuando está enfermo y no tiene cura (es decir, cuando la ciencia y el progreso se revelan insuficientes o inútiles), al hombre se le dice que vale menos que una piltrafa. Exactamente lo contrario sucede en las sociedades religiosas, donde al hombre sano se le repite que está hecho de barro y al hombre enfermo se le recuerda que su cuerpo maltrecho será semilla de resurrección. Pero las grandes mentiras de las sociedades idolátricas se muestran todavía más desnudas cuando la muerte acude sin avisar para segar vidas en flor. ¿Qué hace entonces la idolatría de nuestro tiempo? ¿Enmudecer, acaso? Sería la solución más honorable; pero el mentiroso, cuando su mentira se derrumba como un suflé, en lugar de reconocer su error, nos aturde con una logorrea aspaventera, para que distraigamos la atención de su mentira, para que su cháchara aturdidora nos mantenga ciegos ante la verdadera realidad de las cosas.
Lo comprobamos hace poco, con ocasión del accidente aéreo que segó decenas de vidas en Barajas. Los medios de comunicación se devanaban en el loco empeño de explicar cuál había sido la causa del accidente: que si una avería en el motor, que si un fallo humano, que si patatín, que si patatán; como si determinar esa causa, o determinar de quién era la responsabilidad del accidente, fuese a traer consuelo a quienes habían perdido entre el amasijo de hierros calcinados a un familiar o allegado. Y lo hemos vuelto a comprobar en las últimas semanas, tras el homicidio o asesinato (los jueces habrán de determinar la calificación jurídica del crimen) de Álvaro Ussía, el joven salvajemente apalizado en una discoteca madrileña. De inmediato, hemos visto a los politiquillos afanados en cerrar discotecas; y a los medios de comunicación empeñados en encontrar ‘responsabilidades’, estableciendo repugnantes conexiones causales entre la desidia administrativa que mantiene abiertos locales que vulneran las ordenanzas municipales y la muerte del joven Ussía. Ni las acciones tardías de los politiquillos ni las carroñerías de medios de comunicación sirven para remediar el dolor que la muerte del joven ha causado a quienes lo amaban (sino, por el contrario, para exacerbarlo); pero unas y otras, repetidas machaconamente y con un énfasis jeremiaco, envuelven la tragedia con una cháchara aturdidora que logra espantar del alma las grandes preguntas.
Y, en medio de esta cochambre, que no son sino pataletas de idólatras a quienes no importa tanto la muerte del joven como pescar en río revuelto, aparecen los compañeros de Ussía, alumnos de su mismo colegio. Y lo que dicen son las verdades hondas que nuestra sociedad idolátrica parece haber olvidado: tan hondas que casi resultan escandalosas, comparadas con la cháchara aturdidora con la que hasta ese momento nos han apedreado quienes más motivos tendrían para callar. Estos compañeros de Ussía no hablan de venganza (pese a que la proximidad de la tragedia haría comprensible que estuviesen ofuscados), no hablan de las carroñerías que los medios de comunicación han estado picoteando en su afán por defenestrar a los politiquillos, no hablan siquiera de justicia humana. Hablan, con un aplomo y un fervor admirables, de perdón; hablan de vida eterna; hablan de las bondades del compañero que han perdido; y elevan al cielo una oración, rogando por su alma inmortal, seguros de que Ussía está disfrutando a estas horas de un Paraíso muy superior a los paraísos terrenales de pacotilla que pretenden vendernos los idólatras. Y, mientras hablan, cesa por un momento el ruido: porque las verdades esenciales tienen la propiedad de acallar la cháchara de los idólatras.
Estos compañeros de Ussía, alumnos de su mismo colegio, nos han dado una hermosa lección. Nos han dicho, sin decirlo, que el odio engendra más odio; que los lamentos jeremiacos de los idólatras no son sino maniobras de despiste que apartan nuestra atención de lo que verdaderamente importa; nos han dicho, en fin, que ante la muerte no hay que enfangarse en el barrizal de las acusaciones cruzadas, sino elevar la mirada al cielo, porque sólo allí reside la esperanza que alivia el dolor. Sus palabras, de tan verdaderas, resultan escandalosas; porque nada escandaliza tanto a las sociedades idolátricas como afrontar la muerte con naturalidad.

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