por Giovanni Guareschi
Habiendo salido de noche dos veces de su casa, al sentir un crujido detrás de la puerta llegó a entrever una sombra.
–Déjalo hacer –le había contestado el Cristo del altar, cuando don Camilo le había pedido consejo. – Dos ojos nunca hicieron mal a nadie.
–Convendría saber si los dos ojos viajan solos o acompañados de un tercero de calibre 9, por ejemplo – suspiró don Camilo. – Es un detalle que tiene su importancia.
–Nada puede turbar una conciencia tranquila, don Camilo.
–Lo sé, Señor – dijo suspirando nuevamente don Camilo. – Lo malo es que habitualmente el que se comporta así no dispara contra la conciencia sino contra la espalda.
Don Camilo, sin embargo, no adoptó ninguna actitud. Transcurrió todavía algún tiempo y una noche, estando solo en su casa, leyendo, "sintió" repentinamente los ojos.
Y eran tres. Levantó lentamente la cabeza y vio en primer término el ojo negro de una pistola y luego los ojos del Rubio.
–¿Debo levantar las manos? – le preguntó tranquilamente don Camilo.
–No quiero hacerle daño – contestó el Rubio guardando el arma en el bolsillo del saco. – Temía que se asustara viéndome de repente y que se pusiera a gritar.
–Entiendo – repuso don Camilo. – ¿No se te ha ocurrido que llamando a la puerta te hubieras ahorrado todo este trabajo?
El Rubio no contestó y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana. Luego, de pronto se volvió y se sentó junto a la mesa de don Camilo.
Tenía el pelo revuelto, los ojos cavados en profundas ojeras y la frente llena de sudor.
–Don Camilo, – dijo el Rubio entre dientes – al de la casa del dique lo despaché yo.
Don Camilo encendió el "toscano".
–¿Al del dique? – dijo tranquilamente – ¡Bah! Asunto viejo, cuestión de índole política que entró en la amnistía. ¿De qué te preocupas? Estás en paz con la ley.
El Rubio se encogió de hombros.
– Me importa un pito de la amnistía – dijo con rabia. – Yo todas las noches apenas apago la luz lo siento junto a mi cama. No consigo comprender qué me sucede.
Don Camilo arrojó una bocanada de humo azul.
–No es nada, Rubio – le dijo sonriente. – Un consejo: duerme con la luz encendida.
El Rubio saltó en pie.
–¡Vaya usted a tomarle el pelo al cretino de Peppone – gritó, – no a mí!
–En primer lugar, Peppone no tiene nada de cretino; y segundo: yo nada más puedo hacer por ti – dijo don Camilo.
–Si hay que comprar velas o hacer alguna ofrenda a la iglesia, yo pago. Pero usted debe absolverme, ya que con la ley estoy en paz.
–En efecto, hijo – dijo con dulzura don Camilo. – Lo malo es que la amnistía para las conciencias no la han dictado y por eso aquí aun se continúa con el sistema primitivo. Para ser absueltos es preciso arrepentirse y luego demostrar estar arrepentidos y luego proceder de manera que se merezca el perdón. Trámite largo.
El Rubio lanzó una risotada.
–¿Arrepentirme? ¿Arrepentirme de haber despachado a aquél? ¡Siento haber despachado uno sólo!
–Es una materia en la que soy por completo incompetente. Por otra parte, si tu conciencia te dice que has hecho bien, no hay problemas – dijo don Camilo abriendo un libro ante los ojos del Rubio. – ¿Ves?, nosotros tenemos reglamentos muy precisos que no admiten la excepción del móvil político. Quinto: no matar. Séptimo: no robar.
–¿Qué tiene que ver eso conmigo? – preguntó el Rubio con voz misteriosa.
–Nada – lo tranquilizó don Camilo.–Me parecía que tú me habías dicho que con la excusa de la política, lo habías asesinado para apoderarte de su dinero.
–¡No he dicho eso! – gritó el Rubio sacando a relucir la pistola y apuntándola a la cara de don Camilo. – ¡No lo dije, pero es verdad! ¡Sí, es verdad, y si usted tiene el valor de contarlo, lo fulmino!
–Nosotros estas cosas no se las decimos ni siquiera al Padre Eterno – dijo don Camilo, tranquilizándolo. – De todos modos, Él lo sabe mejor que nadie.
El Rubio pareció calmarse. Aflojó la mano y miró la pistola.
–¡Qué cabeza! – exclamó riendo. – Ni me había dado cuenta de que estaba con el seguro.
Hizo girar el tambor y dejó la bala encañonada.
–Don Camilo – dijo luego con voz extraña; – estoy harto de ver a ése junto a mi cama. Aquí no hay vuelta: o usted me absuelve o disparo.
La pistola le temblaba ligeramente en la mano. Don Camilo palideció y miró al Rubio en los ojos. Jesús – dijo mentalmente, – este perro está rabioso y disparará. Una absolución concedida en estas condiciones no tiene valor. ¿Qué hago?
–Si tienes miedo, absuélvelo – respondió la voz del Cristo.
Don Camilo cruzó los brazos sobre el pecho.
–No, Rubio – dijo.
El Rubio apretó los dientes.
–Don Camilo, ¡déme la absolución o disparo!
–No.
El Rubio apretó el gatillo y el gatillo cayó, pero el tiro no salió.
Entonces fue don Camilo el que disparó, y el tiro dio justo en el blanco, porque las trompadas de don Camilo siempre hacían impacto. Luego subió al campanario y a las once de la noche repicó a fiesta durante veinte minutos. Todos dijeron que don Camilo se había vuelto loco, todos menos el Cristo, que meneó la cabeza sonriendo, y el Rubio, que, corriendo enloquecido, a través de los campos, había llegado a la orilla del río y estaba por arrojarse al agua oscura; pero el repique de las campanas lo alcanzó y lo detuvo.
Y el Rubio volvió atrás, porque había escuchado una voz nueva para él y éste fue el verdadero milagro, pues una pistola que falla es un suceso de este mundo, pero que un cura eche a volar festivamente las campanas a las once de la noche es realmente cosa del otro mundo.
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