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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

24 de febrero de 2009

El pequeño Mundo de Don Camilo (17)


por Giovanni Guareschi


Capítulo 17

Nocturno con campanas




ESDE cierto tiempo don Camilo se sentía constantemente vigilado por dos ojos. Cuando andaba por el camino o a través de los campos y se volvía repentinamente, aunque no veía a nadie estaba seguro de que si hubiese revisado detrás del seto o entre las matas, habría encontrado los ojos y lo demás.

Habiendo salido de noche dos veces de su casa, al sentir un crujido detrás de la puerta llegó a entrever una sombra.

–Déjalo hacer –le había contestado el Cristo del altar, cuando don Camilo le había pedido consejo. – Dos ojos nunca hicieron mal a nadie.

–Convendría saber si los dos ojos viajan solos o acompañados de un tercero de calibre 9, por ejemplo – suspiró don Camilo. – Es un detalle que tiene su importancia.

–Nada puede turbar una conciencia tranquila, don Camilo.

–Lo sé, Señor – dijo suspirando nuevamente don Camilo. – Lo malo es que habitualmente el que se comporta así no dispara contra la conciencia sino contra la espalda.

Don Camilo, sin embargo, no adoptó ninguna actitud. Transcurrió todavía algún tiempo y una noche, estando solo en su casa, leyendo, "sintió" repentinamente los ojos.

Y eran tres. Levantó lentamente la cabeza y vio en primer término el ojo negro de una pistola y luego los ojos del Rubio.

–¿Debo levantar las manos? – le preguntó tranquilamente don Camilo.

–No quiero hacerle daño – contestó el Rubio guardando el arma en el bolsillo del saco. – Temía que se asustara viéndome de repente y que se pusiera a gritar.

–Entiendo – repuso don Camilo. – ¿No se te ha ocurrido que llamando a la puerta te hubieras ahorrado todo este trabajo?

El Rubio no contestó y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana. Luego, de pronto se volvió y se sentó junto a la mesa de don Camilo.

Tenía el pelo revuelto, los ojos cavados en profundas ojeras y la frente llena de sudor.

–Don Camilo, – dijo el Rubio entre dientes – al de la casa del dique lo despaché yo.

Don Camilo encendió el "toscano".

–¿Al del dique? – dijo tranquilamente – ¡Bah! Asunto viejo, cuestión de índole política que entró en la amnistía. ¿De qué te preocupas? Estás en paz con la ley.

El Rubio se encogió de hombros.

– Me importa un pito de la amnistía – dijo con rabia. – Yo todas las noches apenas apago la luz lo siento junto a mi cama. No consigo comprender qué me sucede.

Don Camilo arrojó una bocanada de humo azul.

–No es nada, Rubio – le dijo sonriente. – Un consejo: duerme con la luz encendida.

El Rubio saltó en pie.

–¡Vaya usted a tomarle el pelo al cretino de Peppone – gritó, – no a mí!

–En primer lugar, Peppone no tiene nada de cretino; y segundo: yo nada más puedo hacer por ti – dijo don Camilo.

–Si hay que comprar velas o hacer alguna ofrenda a la iglesia, yo pago. Pero usted debe absolverme, ya que con la ley estoy en paz.

–En efecto, hijo – dijo con dulzura don Camilo. – Lo malo es que la amnistía para las conciencias no la han dictado y por eso aquí aun se continúa con el sistema primitivo. Para ser absueltos es preciso arrepentirse y luego demostrar estar arrepentidos y luego proceder de manera que se merezca el perdón. Trámite largo.

El Rubio lanzó una risotada.

–¿Arrepentirme? ¿Arrepentirme de haber despachado a aquél? ¡Siento haber despachado uno sólo!

–Es una materia en la que soy por completo incompetente. Por otra parte, si tu conciencia te dice que has hecho bien, no hay problemas – dijo don Camilo abriendo un libro ante los ojos del Rubio. – ¿Ves?, nosotros tenemos reglamentos muy precisos que no admiten la excepción del móvil político. Quinto: no matar. Séptimo: no robar.

–¿Qué tiene que ver eso conmigo? – preguntó el Rubio con voz misteriosa.

–Nada – lo tranquilizó don Camilo.–Me parecía que tú me habías dicho que con la excusa de la política, lo habías asesinado para apoderarte de su dinero.

–¡No he dicho eso! – gritó el Rubio sacando a relucir la pistola y apuntándola a la cara de don Camilo. – ¡No lo dije, pero es verdad! ¡Sí, es verdad, y si usted tiene el valor de contarlo, lo fulmino!

–Nosotros estas cosas no se las decimos ni siquiera al Padre Eterno – dijo don Camilo, tranquilizándolo. – De todos modos, Él lo sabe mejor que nadie.

El Rubio pareció calmarse. Aflojó la mano y miró la pistola.

–¡Qué cabeza! – exclamó riendo. – Ni me había dado cuenta de que estaba con el seguro.

Hizo girar el tambor y dejó la bala encañonada.

–Don Camilo – dijo luego con voz extraña; – estoy harto de ver a ése junto a mi cama. Aquí no hay vuelta: o usted me absuelve o disparo.

La pistola le temblaba ligeramente en la mano. Don Camilo palideció y miró al Rubio en los ojos. Jesús – dijo mentalmente, – este perro está rabioso y disparará. Una absolución concedida en estas condiciones no tiene valor. ¿Qué hago?

–Si tienes miedo, absuélvelo – respondió la voz del Cristo.

Don Camilo cruzó los brazos sobre el pecho.

–No, Rubio – dijo.

El Rubio apretó los dientes.

–Don Camilo, ¡déme la absolución o disparo!

–No.

El Rubio apretó el gatillo y el gatillo cayó, pero el tiro no salió.

Entonces fue don Camilo el que disparó, y el tiro dio justo en el blanco, porque las trompadas de don Camilo siempre hacían impacto. Luego subió al campanario y a las once de la noche repicó a fiesta durante veinte minutos. Todos dijeron que don Camilo se había vuelto loco, todos menos el Cristo, que meneó la cabeza sonriendo, y el Rubio, que, corriendo enloquecido, a través de los campos, había llegado a la orilla del río y estaba por arrojarse al agua oscura; pero el repique de las campanas lo alcanzó y lo detuvo.

Y el Rubio volvió atrás, porque había escuchado una voz nueva para él y éste fue el verdadero milagro, pues una pistola que falla es un suceso de este mundo, pero que un cura eche a volar festivamente las campanas a las once de la noche es realmente cosa del otro mundo.



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