por el Dr. Aníbal D´Angelo Rodríguez
Tomado del Blog de Cabildo
ué hace falta para ser historiador? Un papel, un lápiz y un cerebro. Las dos primeras cosas pueden reemplazarse por sus equivalentes: un papiro, un pergamino, una pluma de ganso y hasta una computadora.
El cerebro no es negociable. La prueba de que esto es exacto es que desde Herodoto hasta Guicciardini no era mucho más que eso lo que tenían todos los historiadores. Luego, tras el Renacimiento y la modernidad —pero en especial desde el siglo XIX— comenzó a forjarse la historia académica (también llamada “historia científica”) y entonces se hizo prescriptivo el estudio en una de las instituciones del circuito académico, lo que confería una especie de “venia docendi” (o permiso para enseñar) sin el cual lo que se publicaba resultaba sospechoso.
Pasó con la Historia lo mismo que con tantos otros saberes que se “cientifizaron” y quedaron prisioneros de una Academia real o virtual formada por las cátedras, las Instituciones, las publicaciones, los premios. Todo eso es lo que da hoy patente de historiador, y el que no lo tiene está frito. En el diario “La Nación” Beatriz Sarlo se ocupó de hacer una excursión por esta doble historia hoy existente: la académica y la “popular”.
Sin embargo, lo real sigue siendo lo que dijimos al principio: los estudios, títulos, publicaciones y premios son muy útiles si uno quiere juzgar al Señor Fulano, que escribe historia. Pero para juzgar su historia, la historia que Fulano escribe, lo que hay que ver es la adecuación a la realidad de su versión de los hechos que relata, su capacidad mayor o menor de interpretar esos hechos y de ponerlos al alcance del lector, su destreza en el relato, etc.
Todas cosas que tienen una relación muy remota e indirecta con el curriculum académico del historiador. Por ejemplo: nadie ha igualado la interpretación global de la historia argentina que hizo Ernesto Palacio, y no tenía otro título que el de abogado. No hay, en suma, historiadores académicos y populares. Hay historiadores buenos y malos, y las críticas a Pacho O’Donnell y Felipe Pigna no deben dirigirse a la ausencia o presencia de tales o cuales antecedentes, sino a la estrechez de sus miras, a su carencia de ideas generales, a su incapacidad de situar los hechos en una perspectiva histórica esclarecedora.
Algo parecido pasa en España (ya lo hemos relatado más de una vez) con Pío Moa, el historiador que le ha pasado el trapo, en cinco minutos, a toda la historiografía edificada desde la muerte de Franco. Que tenga o no títulos académicos es cosa, claro, que aquí tampoco tiene la menor importancia.
Le bastó con exponer los hechos de manera sencilla pero verídica para derrumbar todos los miles de estudios hechos por historiadores profesionales que intentaban explicar lo ocurrido en 1936 como un simple alzamiento de los militares contra la “República Española” auxiliados por nazis y fascistas.
Con calma, con documento tras documento, Moa mostró que en julio de 1936 no había tal República y que la guerra civil la habían iniciado, en 1934, los supuestos defensores de esa República. Gracias a los recortes que me envía, con paciencia sin igual, mi viejo amigo ARP, tengo un panorama muy completo de las vicisitudes de esta batalla. No cansaré al lector con sus detalles (que a mí me llenan de gozo) pero no puedo omitir un artículo en el que un historiador de los que tienen licencia para escribir lo políticamente correcto se desata en lo que bien podríamos calificar de ataque de nervios.
Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, publica en “El País” del 20 de diciembre de 2005 un feroz artículo contra Pío Moa al que, una vez más, no nombra, pero dedica cada una de las líneas de lo que escribe. Este demócrata nato, este progresista de pura cepa está tan fuera de sí con su enemigo, que no trepida en estampar: “Ya no se trata de juzgar a los verdugos franquistas, sino de evitar, por medio de instrumentos legales, que se haga apología de esa dictadura sanguinaria y del general que la presidió y de impedir también que esas alabanzas puedan difundirse en público”.
¿Qué tal? Esto es, claro, propiciar la censura, y al final hay todavía una última coz: “Hay que ilustrar libremente a los ciudadano sobre su pasado (lo) que puede traer importantes beneficios en el futuro, siempre y cuando esa educación histórica no se base en la apología de la dictadura y el crimen organizado, como hacen hoy todavía conocidos periodistas, falsos historiadores y políticos de la derecha”.
¿Qué tal? Las viejas “historias oficiales” de fines del XIX y principios del XX acogieron con disgusto los revisionismos, pero no pretendieron censurarlos. Ya vemos cómo piensa esta nueva Historia Oficial que la izquierda está edificando en todo el mundo.
El cerebro no es negociable. La prueba de que esto es exacto es que desde Herodoto hasta Guicciardini no era mucho más que eso lo que tenían todos los historiadores. Luego, tras el Renacimiento y la modernidad —pero en especial desde el siglo XIX— comenzó a forjarse la historia académica (también llamada “historia científica”) y entonces se hizo prescriptivo el estudio en una de las instituciones del circuito académico, lo que confería una especie de “venia docendi” (o permiso para enseñar) sin el cual lo que se publicaba resultaba sospechoso.
Pasó con la Historia lo mismo que con tantos otros saberes que se “cientifizaron” y quedaron prisioneros de una Academia real o virtual formada por las cátedras, las Instituciones, las publicaciones, los premios. Todo eso es lo que da hoy patente de historiador, y el que no lo tiene está frito. En el diario “La Nación” Beatriz Sarlo se ocupó de hacer una excursión por esta doble historia hoy existente: la académica y la “popular”.
Sin embargo, lo real sigue siendo lo que dijimos al principio: los estudios, títulos, publicaciones y premios son muy útiles si uno quiere juzgar al Señor Fulano, que escribe historia. Pero para juzgar su historia, la historia que Fulano escribe, lo que hay que ver es la adecuación a la realidad de su versión de los hechos que relata, su capacidad mayor o menor de interpretar esos hechos y de ponerlos al alcance del lector, su destreza en el relato, etc.
Todas cosas que tienen una relación muy remota e indirecta con el curriculum académico del historiador. Por ejemplo: nadie ha igualado la interpretación global de la historia argentina que hizo Ernesto Palacio, y no tenía otro título que el de abogado. No hay, en suma, historiadores académicos y populares. Hay historiadores buenos y malos, y las críticas a Pacho O’Donnell y Felipe Pigna no deben dirigirse a la ausencia o presencia de tales o cuales antecedentes, sino a la estrechez de sus miras, a su carencia de ideas generales, a su incapacidad de situar los hechos en una perspectiva histórica esclarecedora.
Algo parecido pasa en España (ya lo hemos relatado más de una vez) con Pío Moa, el historiador que le ha pasado el trapo, en cinco minutos, a toda la historiografía edificada desde la muerte de Franco. Que tenga o no títulos académicos es cosa, claro, que aquí tampoco tiene la menor importancia.
Le bastó con exponer los hechos de manera sencilla pero verídica para derrumbar todos los miles de estudios hechos por historiadores profesionales que intentaban explicar lo ocurrido en 1936 como un simple alzamiento de los militares contra la “República Española” auxiliados por nazis y fascistas.
Con calma, con documento tras documento, Moa mostró que en julio de 1936 no había tal República y que la guerra civil la habían iniciado, en 1934, los supuestos defensores de esa República. Gracias a los recortes que me envía, con paciencia sin igual, mi viejo amigo ARP, tengo un panorama muy completo de las vicisitudes de esta batalla. No cansaré al lector con sus detalles (que a mí me llenan de gozo) pero no puedo omitir un artículo en el que un historiador de los que tienen licencia para escribir lo políticamente correcto se desata en lo que bien podríamos calificar de ataque de nervios.
Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, publica en “El País” del 20 de diciembre de 2005 un feroz artículo contra Pío Moa al que, una vez más, no nombra, pero dedica cada una de las líneas de lo que escribe. Este demócrata nato, este progresista de pura cepa está tan fuera de sí con su enemigo, que no trepida en estampar: “Ya no se trata de juzgar a los verdugos franquistas, sino de evitar, por medio de instrumentos legales, que se haga apología de esa dictadura sanguinaria y del general que la presidió y de impedir también que esas alabanzas puedan difundirse en público”.
¿Qué tal? Esto es, claro, propiciar la censura, y al final hay todavía una última coz: “Hay que ilustrar libremente a los ciudadano sobre su pasado (lo) que puede traer importantes beneficios en el futuro, siempre y cuando esa educación histórica no se base en la apología de la dictadura y el crimen organizado, como hacen hoy todavía conocidos periodistas, falsos historiadores y políticos de la derecha”.
¿Qué tal? Las viejas “historias oficiales” de fines del XIX y principios del XX acogieron con disgusto los revisionismos, pero no pretendieron censurarlos. Ya vemos cómo piensa esta nueva Historia Oficial que la izquierda está edificando en todo el mundo.
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