En las Actas o Hechos del Martirio de San Justino y Compañeros se lee: «De nuevo preguntó el prefecto Rústico: `¿En dónde se reúnen?'. Justino contestó: `En donde cada uno puede y prefiere; tú crees que todos nosotros nos reunimos en un mismo lugar, pero no es así, porque el Dios de los cristianos, que es invisible, no se puede circunscribir en un lugar, sino que llena el cielo y la tierra y sus fieles lo veneran y lo glorifican en cualquier lugar»'. En su franca respuesta, el grande apologista San Justino repetía ante el juez lo que Jesús le había dicho a la samaritana: «Créeme, mujer, ha llegado la hora de que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis al que no conocéis, nosotros adoramos al que conocemos, porque la salvación viene de los judíos, pero ha llegado el momento, y es este, en el que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque el Padre quiere estos adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad». (Jn 4: 21-24).
La fiesta de hoy, la de la dedicación de la Basílica del Santísimo Salvador o de San Juan de Letrán, ciertamente no contrasta con el testimonio de San Justino ni con la palabra de Cristo. En efecto, salvos el deber y el derecho de la oración siempre y en cualquier lugar, también es cierto que desde los tiempos apostólicos la Iglesia, como grupo de personas, ha tenido necesidad de algunos lugares para reunirse a orar, proclamando la Palabra de Dios y renovando el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo, cumpliendo sus palabras: «Tomad y comed todos; tomad y bebed todos; haced esto en memoria mía».
A1 principio estas reuniones se hacían en las casas privadas, entre otras cosas porque la Iglesia no tenía ninguna aprobación oficial. Pero esto debió suceder muy pronto: hay un episodio singular al principio del siglo III cuando Alejandro Severo dio razón a la comunidad cristiana en un proceso contra los hosteleros, que reclamaban contra la transformación de una hostería en lugar de culto cristiano.
La basílica lateranense fue fundada por el Papa Melquíades (311-314) en las propiedades donadas para este fin por Constantino al lado del Palacio Lateranense, hasta entonces residencia imperial y después residencia pontificia. Así nació la «iglesia-madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe», destruida y reconstruida muchas veces. En ella o en el antiguo Palacio Lateranense (ahora sede del Vicariato de Roma) se celebraron cinco concilios, en los años 1123, 1139, 1179, 1215 y 1512. «Pero el templo vivo y verdadero de Dios debemos ser nosotros» dice San Cesarlo de Arles.
La fiesta de hoy, la de la dedicación de la Basílica del Santísimo Salvador o de San Juan de Letrán, ciertamente no contrasta con el testimonio de San Justino ni con la palabra de Cristo. En efecto, salvos el deber y el derecho de la oración siempre y en cualquier lugar, también es cierto que desde los tiempos apostólicos la Iglesia, como grupo de personas, ha tenido necesidad de algunos lugares para reunirse a orar, proclamando la Palabra de Dios y renovando el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo, cumpliendo sus palabras: «Tomad y comed todos; tomad y bebed todos; haced esto en memoria mía».
A1 principio estas reuniones se hacían en las casas privadas, entre otras cosas porque la Iglesia no tenía ninguna aprobación oficial. Pero esto debió suceder muy pronto: hay un episodio singular al principio del siglo III cuando Alejandro Severo dio razón a la comunidad cristiana en un proceso contra los hosteleros, que reclamaban contra la transformación de una hostería en lugar de culto cristiano.
La basílica lateranense fue fundada por el Papa Melquíades (311-314) en las propiedades donadas para este fin por Constantino al lado del Palacio Lateranense, hasta entonces residencia imperial y después residencia pontificia. Así nació la «iglesia-madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe», destruida y reconstruida muchas veces. En ella o en el antiguo Palacio Lateranense (ahora sede del Vicariato de Roma) se celebraron cinco concilios, en los años 1123, 1139, 1179, 1215 y 1512. «Pero el templo vivo y verdadero de Dios debemos ser nosotros» dice San Cesarlo de Arles.
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