por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC.es
LA «ciudadanía» (así llama la casta de los parásitos al pueblo, convertido en rebaño sometido y pagano, en la doble acepción de la palabra) está un poco mohína con los dispendios que sus gobernantes se permiten, a la vez que hacen girar con alborozo el manubrio de la máquina de fabricar parados, engrasadita como una máquina de hacer chorizos. «A todo cerdo le llega su San Martín», escuché decir el otro día a un buen señor en un bar, soliviantado ante el despliegue faraónico de coches oficiales tuneados, exorbitantes facturas de luz palaciegas, despachitos reformados, pintarrajos barcelonianos y demás simpáticos expolios del erario público. Aquel buen señor tenía razón; pero ignoraba que el cerdo al que pronto le llegará la hora de la matanza era él mismo, y yo mismo, y con él y conmigo toda la muchedumbre tiranizada que subviene los gastos orgiásticos de esta casta parasitaria, erigida en «representación legítima de la ciudadanía», como suele decirse en la jerga de los sometidos.
Jerga que actúa como un ensalmo o abracadabra mágico, para que la «ciudadanía» cornuda y apaleada se consuele pensando que al menos estos parásitos no son tiranos fascistas, sino encarnaciones de la sacrosanta voluntad popular. A fin de cuentas, cuando una voluntad se entrega, ¿no es natural que sea violaba por todos los orificios? Cada pueblo tiene los gobernantes que se merece; y, desde luego, un pueblo convertido en esa papilla o engrudo llamado «ciudadanía» merece una casta de parásitos que les chupen la sangre y hasta el tuétano de los huesos. Leo en estos días un panfleto guerrillero y vitriólico escrito por Enrique de Diego, «Casta parasitaria» (Rambla Ediciones), en el que se traza un cuadro demoledor de una clase política instalada en el perpetuo saqueo del presupuesto público. En el origen de esta casta se halla el régimen administrativo nefando del llamado «Estado autonómico», que facilita la hipertrofia burocrática; también el sistema de listas cerradas y bloqueadas, que permite a los partidos colocar a amiguetes y demás ralea; y, sobre todo, la entronización del parásito, ese individuo amamantado en las estructuras de partido que ha hecho de la política un goloso botín cuyo saqueo está dispuesto a convertir en oficio vitalicio.
Enrique de Diego nos proporciona en su panfleto la etopeya pavorosa de este espécimen, caracterizado por su arrebatadora mediocridad, su desprejuiciada vocación aduladora y su sometimiento a las consignas partidarias. Gentecilla que a los dieciséis años se afilia a las Juventudes de su partido, sin otro propósito que el medro; gentecilla ignara a la que no se conoce mérito ni habilidad alguna; gentecilla que jamás ha arriesgado su peculio en la fundación de una empresa, que jamás ha forzado las neuronas que no tiene en el estudio de una profesión liberal, que jamás ha tenido que buscarse la vida en un oficio manual; gentecilla que, incluso, «mamó la política desde la cuna», esto es, que creció en una casa donde los papás ya formaban parte de la casta y modelaron al vástago para que algún día los sucediera en el disfrute de los mismos privilegios, según los más estrictos códigos de la mamandurria hereditaria; gentecilla analfabeta, prepotente y resentida (porque nadie acumula tanto resentimiento como el inútil que aspira a vivir a costa de quienes han triunfado mediante el esfuerzo y el sacrificio) que un día cualquiera -después de lamer concienzudamente el culo a los capitostes de su partido- es elegida para engrosar tal o cual candidatura municipal o parlamentaria, para ocupar tal o cual consejería o secretaría o ministerio. Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan sabrán poner nombres a la gentecilla que compone esta casta parasitaria: han vivido tan alejados de la vida verdadera que no saben ni lo que cuesta un café; y, cuando alcanzan las responsabilidades que fatuamente pretenden, llevan al extremo la parodia clásica del político que crea el problema para después ofrecerse como solución. Enrique de Diego los caracteriza a la perfección en su panfleto; y nosotros los sufrimos a diario. Son saqueadores profesionales que se pulen en vicios el dinero que a otros les costó reunir porque ellos jamás han tenido que ganarse el pan con el sudor de su frente. Son los «representantes legítimos de la ciudadanía»; y nosotros los resignados cerdos que les aseguran la pitanza.
1 comentarios:
¡Estos españoles peninsulares mucho se lamentan! Mas, ¡oh, grave error!, se olvidan de mirar a Zaragoza o a Santiago de Compostela, dónde sus Santos Patronos, sus valedores aguardan sus plegarias. Tampoco acuden al Ángel de España y ni a tantos Santos y Mártires como la Hispanidad ha regalado al Todopoderoso. Y, así, ni recuerdan que cuando se quita la mirada de Cristo comienza el hundimiento.
¡El Señor nos ilumine a todos! ¡Y, pongámonos de una vez a orar ‘intensiva y públicamente’, y luego, compararemos ‘la cuenta de resultados’ para el bien común!
Para finalizar, una cita de Jhering –jurista alemán- que insistía: ‘Siempre nos recuerdan, que se gana el pan, con el sudor de nuestra frente; mas, se debería de repetir, todavía con mayor frecuencia, qué sólo luchando alcanzaremos nuestro derecho’. Un jurista gallego, Lois Estévez, dice, que ‘luchemos a mente armada’. O, mejor, al decir de uno de los adalides de la moderna Hispanidad –también lo es Lois, pues añade el descubrimiento de las Américas ultramarinas, como otra de las columnas en que se levanta el edificio a los que otros le colocan la del catolicismo y las de las culturas (la civilización sólo la da lo católico, Donoso Cortés) griegas y romanas- Antonio Caponnetto, nos pide que usemos las dos armas del caballero católico: la espiritual y la material. Y, con el coraje de este último, digamos: ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva la Patria!
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