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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

15 de noviembre de 2008

La Sábana Santa, imagen de Cristo muerto (3)



por el R.P. Raimondo Sorgia, O.P.



3. De Getsemaní al proceso nocturno




Pido disculpas, pero es necesario empezar desde el principio la historia de la Sábana Santa. Quiero precisar enseguida que en los tres capítulos que siguen no he tratado de escribir una devota meditación sobre el Vía Crucis, sino de recoger y subrayar aquellos hechos que constituyen las premisas inmediatas de la muerte de Jesús, y que han dejado un rastro más o menos evidente en el conjunto de las huellas de la Sábana. Nos detendremos en particular en las principales lesiones externas y también hablaremos de las violencias morales a las que fue expuesto el corazón del hombre de la Sábana, aunque esto pueda parecer extraño.
Uno tras otro los discípulos han salido del Cenáculo detrás de Jesús, que con paso ligero recorre el laberinto de calles del barrio de Siloé –desierto en aquellas horas– que desciende desde la ciudad alta hacia el fondo del valle. Nadie tiene ánimo para hablar; sólo se oyen las pisadas de los pies desnudos, que a menudo se hunden en el blando polvo de las calles de tierra. Pasan junto al Templo y llegan enseguida a las piedras del torrente Cedrón, por las que corre el agua de la última crecida invernal. Suben por la orilla opuesta y cruzan el muro pequeño de rocas que rodea el Campo de los Olivos. El propietario del campo ha dado permiso a Jesús para andar por él libremente siempre que quiera; de hecho ya ha pasado allí otras noches, ahora que el tiempo es bueno, paseando, durmiendo, bajo los olivos o en la gruta que se abre en la colina.
El Maestro desea, ahora más que nunca, estar un poco apartado; se muestra siempre dueño de sí mismo; pero una arruga en su amplia frente indica quizás que su tristeza aumenta de modo preocupante. Para no entristecer mucho a los suyos, Jesús les invita a descansar cada uno donde prefiera, y se va adentrando en el interior del campo de los olivos, acompañado sólo de Pedro, Santiago y Juan, los testigos de la Transfiguración... ¡Qué diferente es su transfiguración esta noche!...Como una marea alta que nadie pudiera contener, la angustia vuelve a crecer y se desborda de repente. Ya no la esconde: tiene miedo, angustia, un palpitar tremendo. Basta mirarle el rostro, palidísimo. «Me muero de tristeza». Los tres amigos están asustados, pero no saben qué hacer o qué decir para consolarle; ya es una suerte tener a su lado amigos en una noche como ésta.
Vacilando un poco, Jesús se aleja unos cuarenta pasos, más o menos la distancia –precisa Lucas– que se puede alcanzar tirando una piedra. Las piernas se le doblan solas y, como agotado por un gran cansancio, Jesús cae de rodillas: tiene que haberle sucedido algo terrible. Como la noche es serena, y con luna llena, los tres que luchan cada vez menos contra el sueño tienen la sensación de encontrarse ante la sombra de su Maestro, incansable y vigoroso hasta hace pocas horas. En ese momento les llega su voz bastante clara: «¡Abba!, ¡Padre mío! Para ti nada hay imposible; aleja de mí este cáliz». El cáliz, modo realista oriental de expresar una situación insoportable: la bebida de sabor muy amargo que se rechaza después del primer sorbo, es la amargura que le invade el espíritu.
Jesús, nuestro hermano, acaba de comenzar el largo Vía Crucis que le espera y que El conoce bien. Y siente ya tanta angustia que le tiembla todo el cuerpo, cubierto de sudor frío. Un sudor nunca visto antes, pues a medida que su lamento se hace más dolorido, «su sudor –dice el médico evangelista Lucas– empieza a deslizarse hasta el suelo como gotas de sangre».
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