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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

10 de noviembre de 2008

El Papa San Pío X: Memorias (9)


por S.E.R. Cardenal Rafael Merry del Val



Capítulo VIII

SU CULTURA Y ELOCUENCIA


Ninguna fuente de información más digna de crédito so­bre los primeros años y educación del Pontífice Pío X que el testimonio del canónigo Marchesan deTreviso, cuida­dosamente reunido y publicado en su Vida de Pío X. En dicho volumen, el autor testifica el aprovechamiento de Giuseppe Sarto en el estudio de los clásicos y de la litera­tura, aprovechamiento que le valió siempre los plácemes de sus profesores, y del que más tarde dio pruebas abundantes en innumerables discursos, alocuciones, sermones y cartas pastorales, no menos que en su correspondencia particular.

Pío X estaba sumido hondamente en el trabajo pastoral, único objeto de su vida, como Párroco, como Obispo y como Supremo Pontífice, para poder dedicar una parte considera­ble de tiempo a las actividades literarias o artísticas. No obs­tante, cuando la ocasión se presentaba, revelaba las dotes y los gustos de una mente cultivada, tanto en el campo literario como en el artístico. Había leído mucho. Las Santas Escrituras, la Teología y la Historia parecían ser sus materias preferidas, y aun en medio de las tareas cotidia­nas y de la incesante labor de su elevado ministerio —lo he comprobado personalmente—, gustaba leer varias obras y mantener contacto con el pensamiento moderno.

Una y otra vez había de sorprenderme con su exacto conocimiento de naciones y pueblos distantes, de sus tradiciones, costumbres y carácter peculiar. De aquí la facilidad que poseía para ha­cerse cargo de una situación y apreciar los puntos de vista y sentimientos predominantes de países tan distintos del suyo, que nunca había visitado. Sin hacer mención de países cuya información se encuen­tra más al alcance de una mentalidad occidental, su com­prensión, por ejemplo, de las intrincadas cuestiones relacio­nadas con los eslavos, con su liturgia y sus aspiraciones na­cionales, era a veces notable. Debíase esto, sin duda, en gran parte, a los conocimientos adquiridos con el contacto de muchos representantes de aquellas nacionalidades durante los nueve años que residió en Venecia.

Tenía siempre ante su mesa las publicaciones más recien­tes en italiano y francés sobre los más diversos asuntos. Leía el francés sin la menor dificultad y con verdadero placer, aun­que le intimidaba siempre hablar esta lengua, principalmen­te, presumo, porque no conseguía dominar su pronunciación y acento. No obstante, en algunas ocasiones le oí seguir una conver­sación privada en este idioma, y una de las veces, precisa­mente después de la solemne beatificación de Juana de Arco, ante centenares de peregrinos reunidos en San Pedro para su solemne audiencia, los sorprendió gratamente a todos con una larga respuesta en francés al discurso de homenaje que le fue dirigido.

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