por Giovanni Guareschi
Una confesión
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, se había expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado le había llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, le había dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate. –había contestado Jesús de lo alto del altar – Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo –; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús –. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
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