n la serie de los romanos Pontífices, San Marcelo hace el número treinta. Su pontificado es de muy escasa duración, un año nada más, que transcurre del 308 al 309. Todavía no era la suya una época muy apta para los pontificados largos, aun cuando la salud personal lo hubiera permitido. Si cualquier simple cristiano corría continuos peligros de perder la vida, mucho más los que por imperativo del deber tenían que actuar como jefes de la perseguida comunidad, en este caso con el carácter supremo y forzosamente visible a que su jerarquía le obligaba.
La Iglesia era ya una verdadera potencia en este tiempo. La fuerza avasalladora de su espíritu había ido superando todas las dificultades que, a lo largo del siglo II se levantaron contra ella. Las persecuciones de Decio y Valeriano sirvieron para robustecería. Y cuando el último de éstos murió, prisionero de los persas, su hijo y sucesor, Galieno, optó por abrir una era de tolerancia, como quien está convencido de que era imposible, e incluso injusto, destruir aquella religión que tan firmes raíces había logrado echar en el alma de sus seguidores.
¿Progresaría este convencimiento en sus inmediatos sucesores? La Providencia tenía dispuesto que no fuera así. Todavía habían de tardar en aparecer en el horizonte los días de la paz y la victoria definitivas. Durante los años 284 al 305 tiene lugar el largo reinado de Diocleciano, el cual, respetuoso para con los cristianos, sólo al final se desató en una implacable persecución que había de ser la última, pero también la más violenta y general de cuantas se habían decretado. En los años 303 al 305, cediendo a las instigaciones de Valerio, firmó el emperador sucesivos edictos persecutorios, y en todas las regiones del Imperio, excepto en las Galias y Gran Bretaña, innumerables mártires sellaron con su vida la fe que proclamaban. El papa San Marcelino fue una de sus víctimas en el año 304.
Sucedió a este Pontífice en la silla de Pedro, el presbítero romano Marcelo, que había sido, en los días de la persecución, uno de aquellos héroes tan frecuentes en la Iglesia de entonces, firmes puntales de la comunidad combativa, a la que, superando dificultades sin cuento, había tratado de sostener con su intrépida caridad y arrojado celo. De él la historia nos dice poco, y la leyenda no mucho. Empezando por la fecha misma de su elección, nos encontramos con que ésta no pudo hacerse hasta mayo o junio del 308, según el catálogo liberiano, o en el 307, según otras fuentes, lo cual significa que hubo un paréntesis de tres o cuatro años, desde la muerte del papa anterior, en que la Iglesia estuvo privada de su jefe visible. Al dolor de la sangre derramada por tantos hijos suyos se unió también el de orfandad y el de desamparo.
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