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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

13 de enero de 2009

Semblanza de Santo Tomás Moro, ejemplo de político católico

esumen de la heroica vida y ejemplar muerte del Ilustre Tomás Moro, Gran Canciller de Inglaterra, Vizconde y Ciudadano de Londres, extractada de la «Historia Eclesiástica del Cisma de aquel Reyno», que escribió el P. Pedro de Ribadeneyra, de la Compañía de Jesús.


Estas cosas, buen Señor, por las que rezamos, concédenos la gracia de poder trabajar por ellas. (Tomás Moro)


Entre los muchos mártires que han padecido y muerto en defensa de nuestra Santa y Católica Religión con motivo del cisma suscitado en el reinado de Enrique VIII, se cuenta Tomás Moro, varón de grande ingenio, excelente doctrina y loables costumbres.

Nació en Londres en 1478. Su padre se llamaba Juan Moro, y era de linaje más honrado que noble. Crióse bajo los principios de la Religión y de la Piedad Católicas, no sin aprovechamiento; tanto que el gran concurso de dotes corporales y bienes del alma le hicieron varón clarísimo y dieron verdadera nobleza a su familia.

Fue muy docto en todas las letras y elocuentísimo en las lenguas griega y latina.

Sirvió en diversas embajadas de su Rey. Tuvo grandes cargos y oficios preeminentes qué ejerció con aplauso, rectitud y desinterés; y a pesar de haber contraído segundas nupcias y haber tenido muchos hijos, no engrandeció su patrimonio. Su cuidado se centraba en amparar y defender la Justicia y la Religión, y resistir con su autoridad, doctrina y libros que escribió, a los herejes que venían secretamente de Alemania a propagar sus enseñanzas a Inglaterra. De tal manera que entre todos los ministros del Rey ninguno se destacó tanto en refrenarlos y dificultarles sus actividades, por cuya razón fue tan amado y reverenciado de las personas virtuosas como aborrecido y perseguido por los perversos.

Ejerció durante casi cuarenta años el gobierno del país, con tanto prestigio y autoridad que parecía que nada ni nadie podría derribarle. Pero por inescrutables designios de la Providencia empezó a eclipsarse su buena estrella, amenazándole a él y al reino una grandísima ruina. Pero para darse cuenta de todas estas casas sería necesario referir toda la historia, por lo que vamos a referirnos únicamente a lo principal, singularmente a lo que toca a Tomás Moro.

Hacía veinte años que Enrique VIII estaba casado con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, de cuyo matrimonio tuvo una hija. Pero como fuese viuda (aunque doncella) del Príncipe Arturo, hermano mayor de Enrique, éste se enamoró de Ana Bolena y para casarse con ella hizo el propósito de repudiar y apartar de sí a Catalina, pretextando que no podía ser su esposa la que lo había sido de su hermano, a pesar de que para ello había obtenido la dispensa del Papa Julio II.

Tomó Enrique varios pareceres sobre el caso, entre ellos a Tomás Moro. Éste, a pesar de saber con qué ansia deseaba el Rey separarse de su esposa para casarse con Ana Bolena, con santo temor de Dios respondió con firmeza y libertad cristiana que de ninguna manera podía parecerle bien el divorcio y apartamiento de la Reina.

Esta respuesta sentó muy mal a Enrique, por creer que Tomás Moro era adicto a su persona, pero de momento disimuló, ofreciéndole grandes beneficios y prebendas si apoyaba su resolución, y para que se decidiese le mandó que tratara este asunto con el Rector del Colegio Real de Cambridge, que fue el promotor de este asunto y gran adulador del Rey. Se entrevistaron ambos, y después de muchas y largas controversias, se afirmó más en su opinión, exhortando con tanta decisión, en adelante al Rey que no dejase a la Reina, que no se atrevía Enrique a hablarle de este asunto, aunque se servía de él más que de otro alguno en los asuntos graves del país, y decía claramente que más querría atraer a Moro a su voluntad que la mitad de su reino.

Estando tratándose jurídicamente en Inglaterra la causa del divorcio por los jueces que a instancia del Rey Enrique nombró el Papa Pablo IV, los recusó la Reina y apeló ante Su Santidad, y aunque dichos jueces no admitieron su apelación por consideración al Rey, el Papa, sabiendo lo que pasaba, la admitió y reservó para sí la causa, mandando a los legados que no intervinieran más en este asunto. Al saberlo la Reina, comisionó a Tomás Moro para que informase al Rey de lo que el Papa había mandado, cuyo encargo desempeñó sin respeto humano alguno.

Habiendo perdido su privanza el Cardenal Wolsey, principal autor del divorcio, el Rey nombró Canciller a Tomás Moro, pensando que con ello le atraería a su opinión.

Conservó esta alta dignidad durante tres años, al cabo de los cuales, previendo la terrible tempestad que amenazaba al reino con motivo de haber desconocido el Rey la potestad de los Legados del Papa, declarándose Cabeza Suprema de la Iglesia de Inglaterra, quiso Tomás Moro, junto con otros varones graves y cristianos que estaban en la Corte, acogerse con tiempo a puerto seguro, y pretextando su avanzada edad y grandes trabajos realizados, dimitió de su cargo de Canciller, dimisión que le fue aceptada por diversos motivos, principalmente porque no había respondido a los designios por los que se le había dado el nombramiento.

Enterado el Papa de cuanto ocurría en Inglaterra y del determinio del Rey de casarse con Ana Bolena, le escribió rogándole encarecidamente que no se dejase llevar por la pasión ni decidiera nada hasta que se resolviera en justicia lo de su primer matrimonio, amenazándole severamente con su autoridad apostólica bajo pena de excomunión. Pero Enrique, que ardía en las llamas de su pasión, no dejó su mal propósito y se valió de Crammer, a quien había nombrado Arzobispo de Cantorbery, el cual dio sentencia de divorcio y se casó con Ana Bolena.

Sabiendo los herejes que la nueva Reina era luterana en su corazón, acudieron en gran número a la Corte y comenzaron a esparcir libros y libelos llenos de impiedades contra las personas eclesiásticas, entre los cuales se presentó uno al Rey, titulado "Petición de los pobres mendigos", en el que se ponderaba la gran cantidad de éstos que había en el reino y su extrema necesidad, causada (según decían) por otros pobres robustos y ociosos eclesiásticos, los cuales, con artificios y engaños poseían más de la mitad de todos los bienes del reino, dejando morir de hambre a los verdaderos pobres, y se terminaba suplicando el remedio.

Ningún eclesiástico se atrevió a refutarlo, hasta que Tomás Moro escribió un libro muy docto y prudente, en el cual, después de rebatir las calumnias que contra el clero se decían en el libelo, mostró claramente que los bienes y rentas eclesiásticas no llegaban con mucho a lo que los herejes decían, y que no solamente aplicaban a fines piadosos, sino también necesarios, los que habían legado aquellos bienes a la Iglesia para que se conservara en ella perpetuamente el culto divino, sin el cual no puede conservarse la República, sino que las rentas, además de servir para el sustento de los clérigos y de los muchos seglares que de ellos dependen, servían para cobijo y refugio para toda clase de gente necesitada. Nadie se atrevió a refutar este escrito.

Pronunciada la sentencia de divorcio y coronada Ana Bolena como Reina, se mandó que todos jurasen que aceptaban el segundo matrimonio como legítimo, y que los hijos de él eran los verdaderos herederos del reino. Tomás Moro rehusó hacer tal juramento y por ello fue preso, con el mayor escándalo, junto con otros muchos que hablando mal del segundo matrimonio cayeron en la indignación del Rey.

Estando Tomás Moro en la cárcel, despojado de todas sus dignidades y bienes, nunca se vio en él señales de tristeza, pena o decaimiento, sino que con gran alegría decía que todo el mundo no es sino una cárcel y prisión, de la cual a la hora de la muerte cada uno es llamado para oír su sentencia, y que daba gracias al Señor porque su cárcel no era tan apretada como la de otros, ya que siempre que se presentan dos males hay que escoger el menor.

La prisión de este varón insigne tenía en gran expectación a todo el reino, y sabiendo el Rey su gran autoridad y la estimación que todos le tenían, para cambiarle de opinión le envió a muchos de sus privados. Pero viendo Enrique que con todo su poder y ardides no le podía vencer, empezó a dudar si le convendría más el dejarle con vida siendo el reprensor de su adulterio o quitársela y caer en la indignación de todo el reino.

Al fin se determinó por lo último, empezando por el Obispo Fisher, contra el que se enfureció más al saber que el Papa le había nombrado Cardenal estando en la cárcel. Pensaba que con la muerte del Obispo, que era gran amigo de Tomás Moro éste se podría intimidar y ablandar. Fisher fue condenado a ser arrastrado, ahorcado y desentrañado.

Fue avisado Moro de la muerte santa de su compañero, y temiendo que por sus pecados no merecía la corona del martirio, con el corazón lleno de amargura y el rostro de lágrimas, se volvió al Señor y dijo:

- Yo confieso, Señor, que no merezco tanta gloria, pues no soy justo ni santo como vuestro siervo Fisher, al cual habéis escogido como varónconforme a vuestro corazón entre todos los de este reino, pero no miréis, Señor, lo que merezco, sino a vuestra misericordia infinita, y si es posible, hacedme participar de vuestra Cruz y Cáliz, y de vuestra Gloria.

Dijo esto con tanto sentimiento que los que no le entendían se figuraron que se enternecía con el temor de la muerte, y que ahora se podría ablandar e inclinar a la voluntad del Rey, y para moverle a ella volvieron a instarle muchos personajes, entre ellos su propia esposa, llamada Luisa, por orden del Rey, tratando de persuadirle de que no se dañara a sí mismo y a sus hijos. Díjole él a su esposa:

- Señora, a vuestro parecer, ¿cuántos años podré vivir?

- Veinte años, si Dios fuere servido - respondió ella.

-¿Pues queréis vos, señora - dijo él -, que por veinte años de vida pierda yo la eternidad? Si dijerais veinte mil ya seria algo, aunque tampoco este algo es nada comparado con la eternidad.

Viendo que con nada podían hacer mella en su ánimo, que estaba firme como una roca, le quitaron todos los libros que tenía y el recado de escribir, para que no pudiera tener trato con los muertos que escribieron los libros ni con los vivos. Antes de esto, y estando preso, escribió dos libros; uno titulado: "Consuelo en la tribulación", en inglés, y el otro en latín sobre la Pasión de Cristo.

Después de estar casi catorce meses en la cárcel, el día primero de julio de, 1535 fue llevado a la Torre de Londres, ante los jueces, y al ser preguntado por la ley promulgada mientras él estaba preso, en la que se quitaba la autoridad al Papa y se daba al Rey, respondió con gran firmeza, agudeza y constancia lo mismo que las otras veces.

Finalmente, acusado de haber escrito a Fisher. animándole contra dicha ley, fue condenado a muerte, cuya noticia recibió con gran alegría diciendo:

- Yo por la gracia de Dios, siempre he sido católico y nunca me he apartado de la comunión y obediencia al Papa, cuya potestad entiendo que está fundamentaba en el Derecho Divino, y que es legítima, loable y necesaria, aunque vosotros temerariamente la habéis querido abrogar y deshacer con vuestra ley. Durante siete años he estudiado esta materia, y hasta ahora no he encontrado ningún autor santo que diga que en las cosas espirituales que tocan a Dios ningún seglar ni Príncipe temporal puede ser Cabeza y Jefe de los eclesiásticos, que son los que han de gobernar. También digo que el decreto que habéis dado es contra el juramento que antes hicisteis de no atentar jamás contra la Iglesia Católica, que es una e indivisa, y por vosotros solos no tenéis autoridad para hacer leyes, decretos ni Concilios contra la paz y la unión de la Iglesia Universal. Esta es mi fe; este es mi parecer, en el que moriré, con el fervor de Dios.

Apenas hubo dicho estas palabras cuando todos los jueces, a grandes voces, empezaron a llamarle traidor al Rey, especialmente el Duque de Norfolk, que le dijo:

-¿Cómo podéis declarar vuestro mal ánimo contra la majestad del Rey?

Y él respondió:

- No declaro, señor, mal ánimo contra mi Rey, sino mi fe y la verdad. Porque en lo demás yo soy tan adicto al servicio del Rey que ruego a Dios que no me sea más propicio a mí, ni de otra manera me perdone, que como yo he sido fiel y afectuoso servidor de Su Majestad.

Entonces el Canciller replicó:

-¿Pensáis, pues, que sois más sabio que todos los Obispos, Abades y Eclesiásticos? ¿Que todos los nobles, caballeros y señores? ¿Que todo el Concilio, o por mejor decir: que todo el reino?

- Señor - respondí -, por un Obispo que vosotros tengáis de vuestra parte tengo yo ciento de la mía y todos los Santos; por vuestros nobles y caballeros tengo yo toda la caballería de los Mártires y Confesores, por un Concilio vuestro (que sabe Dios cómo se ha hecho) están en mi favor todos los Concilios que en la Iglesia de Dios se han celebrado de mil años acá; y por este vuestro pequeño reino de Inglaterra, defienden mi verdad los de Francia, Italia, España y todos los demás reinos, provincias y potentados amplísimos.

Oyendo estas palabras que había dicho Moro delante del pueblo, que había acudido a la novedad de una causa seguida tan sin razón ni justicia contra un hombre tan insigne en virtud, prendas y demás circunstancias, les pareció a los jueces que no ganarían nada, y mandándole apartar, confirmaron la sentencia de muerte.

Terminado el juicio le volvieron a la cárcel, y a su paso le salió al encuentro su hija Margarita, a la que amaba tiernamente, para pedirle su bendición y el ósculo de paz, que le dio con mucho amor y ternura.

Cuando llegó a la cárcel se entregó a la oración y contemplación, recreando en el Señor su alma santa con muchos y suaves consuelos divinos.

Antes de que le sacaran al martirio, escribió con un carbón (porque no tenía pluma) una carta a su hija Margarita, en la que le manifestaba el deseo grande que tenía de morir en el día siguiente y ver al Señor, por ser la octava del Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, ya que moría por la confesión de su primado y Cátedra apostólica, y en la víspera de la traslación del glorioso mártir Santo Tomás, que fue su abogado durante toda su vida.

Se hizo tal como deseaba, y el 6 de julio fue llevado al martirio. Al llegar allí puso por testigo al pueblo que estaba presente de que moría por la Fe Católica, encargando a todos que rogasen a Dios por el Rey, protestando que moría como fiel ministro suyo, pero más aún de Dios, que es el Rey de Reyes.

Presentó su cuello, y a impulso de la cuchilla quedó separada del cuerpo aquella cabeza de justicia, de verdad y de santidad, causando tan vivo dolor en los que lo miraron que no cabiendo en los pechos se manifestó en los rostros con abundantes lágrimas y sollozos, considerando que no se había quitado la cabeza a Tomás Moro, sino a todo el reino.

Así acabó su preciosa y ejemplar vida el docto e ilustre Tomás Moro, autor de "Utopía", en cuyo libro quiso manifestar la perfección de gobierno a que podía llegar una República conduciéndose por las luces de la razón natural y prescindiendo de la divina Revelación. Por ello no es de extrañar que la presente con los extravíos propios de la razón humana cuando camina sin el auxilio de la divina luz.

Tomado de La Editorial Virtual

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