por S.E.R. Zeferino Card. González Díaz de Tuñón O.P.
IV
l orgullo y la malicia de ciertos hombres, decía Fenelon, son los que arrastran a tantos otros a una horrorosa pobreza.» Los que hayan meditado un poco sobre ese terrible cáncer del pauperismo, que corroe las sociedades modernas, y que produce viva y constante inquietud en los gobiernos y en los pueblos, comprenderán sin dificultad toda la verdad que encierran las palabras del ilustre arzobispo de Cambray. [53]
Los que hayan leído algo sobre economía y estadística, los que hayan reflexionado sobre la situación relativa de las dos grandes clases sociales, la clase rica y la clase indigente, saben demasiado cuan trascendental es para los gobiernos y para la Economía política el problema de la clase obrera. Contribuciones de pobres, asociaciones filantrópicas, reglamentación para los hospicios y demás establecimientos de beneficencia, inspección y vigilancia administrativa, organización del trabajo, sociedades cooperativas; de todo se ha echado mano para resolver el gran problema, y sin embargo, el gran problema existe siempre y se revela cada día más alarmante y amenazador, y parece tender y acercarse rápidamente a la solución socialista.
No negaremos los resultados favorables de los esfuerzos realizados por la administración civil, ni la conveniencia de los medios antes indicados; pero sí diremos que esos esfuerzos y esos medios, si no han sido estériles, han sido menos fecundos de lo que correspondía a sus proporciones. Y es que han sido separados de la savia vivificadora y fecundante de toda obra benéfica, el gran principio de la caridad católica; porque, como decía Balmes: «¡Ay de los desgraciados que no reciben el socorro en sus necesidades sino por medio de la administración civil, sin intervención de la caridad cristiana! En las relaciones que se darán al público, la filantropía exagerará los cuidados que prodiga al infortunio, pero en realidad las cosas [54] pasarán de otra manera. El amor de nuestros hermanos, si no está fundado en principios religiosos, es tan abundante de palabras como escaso de obras. La visita del pobre, del enfermo, del anciano desvalido, es demasiado desagradable para que podamos soportarla por mucho tiempo cuando no nos obligan a ello muy poderosos motivos. Donde falta la caridad cristiana podrá haber puntualidad, exactitud, todo lo que se quiera por parte de los asalariados para servir, si el establecimiento está sujeto a una buena administración; pero faltará una cosa, que con nada se suple, que no se paga: el amor. Mas se nos dirá: y ¿no tenéis fe en la filantropía? No; porque, como ha dicho Chateaubriand, «la filantropía es la moneda falsa de la caridad.»
La Economía política anti-cristiana, la escuela económica que prescinde de los principios religiosos y morales, no solo es incapaz de dar solución satisfactoria al gran problema, sino que ha contribuido poderosamente a que haya tomado y tome cada día proporciones exasperantes. La escuela que sólo se ocupa del bienestar material, echando por completo en olvido, o al menos, prescindiendo de los destinos superiores del hombre; la escuela que ensalza y promueve el lujo ilimitado como un medio de producción y de bien para el hombre y la sociedad; la escuela que sólo tiene y recomienda para el obrero la educación industrial, echando a un lado la educación moral y religiosa; la escuela, en fin, que no halla otro medio [55] para conducir al obrero a la adquisición del bienestar que la excitación al trabajo por medio de la multiplicación de necesidades, siquiera estas sean facticias, y por el aliciente de los goces materiales, no es ciertamente la llamada a mejorar la suerte de las clases obreras y establecer relaciones armónicas y permanentes entre la humanidad pobre y la humanidad rica. Lo que si podrá producir semejante escuela económica es ese lujo insultante que se revela en nuestras sociedades, esas fortunas colosales que aparecen repentinamente en las grandes ciudades industriales y fabriles, esa nueva aristocracia del dinero y de la industria, que arrastra en pos de si poblaciones enteras de artesanos y obreros, que nos recuerdan los antiguos patricios romanos de los últimos tiempos de la república y primeros del imperio, con sus centenares de esclavos, sus innumerables quintas, sus estanques de lampreas, sus termas, sus cenas y sus convites de millones de sextercios.
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