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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

15 de enero de 2009

Santoral del 13, 14 y 15 de Enero

13 de Enero, Conmemoración del Bautismo de Nuestro Señor.







por el R.P. Gustavo Podestá

Sermón (1997)


ara el porteño el agua, amén de sus características aprendidas en la escuela -inodora, incolora, e insípida- apenas sirve para lavarse o bañarse cuando sale de las canillas, o sumergirse en ella cuando llena las piletas de los clubes o de los countrys, o jugar con ella, movediza y iodada, en las diversas playas de América donde nos dispersamos en verano.

De tomarla ni hablar, su insipidez -transformada en gusto a cloro gracias a los enérgicos tratamientos de Aguas Argentinas- y la asociación, forzada por la propaganda, entre sed y Coca Cola, hacen que la vieja jarra de cuando yo era chico ocupe inútil un lugar al fondo del aparador de donde ya nunca sale.

Vinculamos pues agua y limpieza, cuanto mucho frescura. Así, hablar del agua del bautismo inmediatamente nos lleva a pensarlo como un lavado metafórico de nuestro interior. 'La mancha del pecado', decimos; 'me siento sucio, Padre'; 'impureza'. Primitivas formas de expresar que algo no va bien adentro nuestro, que nos apartamos de nuestros ideales, de nuestro concepto de bien. Ricoeur, el filósofo francés, ha estudiado inteligentemente esta antiquísima manera de expresión y sus asociaciones freudianas.

Para el hombre de campo, en cambio, el concepto de agua posee resonancias más ricas. Baste pensar en estos últimos años, que el agua se hizo desear y cayó a destiempo sobre trigos, maíces y girasoles; cuando faltó durante meses y anegó luego en minutos. Agreguemos la sed junto a la manga los días de vacunación o de yerra; el agua fresca que se toma largamente en medio del trabajo o al volver a las casas terminada la faena. De ahí que en el campo el agua tiene más que ver con la fecundidad, con la fertilidad, con el reponer fuerzas y apagar sedes y, por lo tanto, con la vida, que con la limpieza o la pureza.

Ahora el agua del bautismo adquiere un sentido más profundo: no solo es el agua que lava las manchas del pecado, sino la que renueva, la que nos da vitalidad, nuevo vigor, salud brío, lozanía. 'Nos infunde la gracia', decimos.

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14 de Enero, Festividad de San Hilario, Obispo, Confesor y Doctor





acido en Aquitania, probablemente en Poitiers, de una familia pagana, Hilario adquirió allí mismo, si no propiamente en Poitiers, al menos en Burdeos, una sólida cultura literaria y filosófica. Pero atormentado desde un principio por el problema del destino humano, vanamente buscó en los filósofos antiguos o contemporáneos una explicación satisfactoria. Es entonces cuando descubre el Evangelio, y especialmente el de San Juan con la doctrina del Verbo encarnado descendido del Cielo expresamente para traerles a los hombres la luz. El mismo refiere cómo lo conquistó esta Verdad sobrenatural (De la Trinidad, I-I4).


Bautizado, llevó inmediatamente una vida cristiana fervorosa, y aun austera. Y aunque casado, algunos años más tarde fue electo obispo se su ciudad natal (350).


El arrianismo, que desde hacía treinta años desgarraba las Iglesias de Oriente, era desconocido todavía en las Galias. Hilario oyó pronunciar ese nombre cuando dos sínodos secesivos, celebrado el uno en Arlés, y el otro en Milán, a instigación de los obispos Ursacio, Valente y Saturnino, intentaron deponer al Patriarca de Alejandría, Atanasio, gran adversario de Arrio. Mantenedor de la ortodoxia y adherido, sin saberlo explícitamente, a la Fe de Nicea, Hilario fue “el Atanasio del Occidente” que le cerró el paso a la corriente herética. Cayó en desgracia: llamado ante otro Sínodo en Béziers, fue condenado el exilio, y tuvo que partir para la Frigia (356).


Emulo de San Atanasio, sacó provecho de su sufrimiento y no perdió el tiempo. En contacto con teólogos orientales, estudió más de cerca las cuestiones trinitarias. Fue entonces cuando escribió su obra “sobre la Trinidad”. “Aunque alejado, hablaremos mediante estos libros; y la palabra de Dios, que no podrá ser vencida, se propagará con toda libertad” (De la Trinidad, X, 4).


Exiliado sin ser sin embargo depuesto de su sede, Hilario debió haber gozado de cierta libertad, puesto que asistió en 359 al Concilio de Seleucia. Estuvo allí con un espíritu de conciliación: “Durante todo el tiempo de mi exilio, aunque me mantuve en mi resolución de no ceder en nada acerca de la confesión de Cristo, no quise sin embargo rechazar ninguna medida honesta y aceptable de restablecer la unidad” (Cont. Constancio II). Y seguramente que su autoridad ya era reconocida, puesto que se le designó como miembro de la delegación enviada por el Concilio al emperador Constancio. Autoridad tajante, por lo demás, sin duda, puesto que en él se vio “un sembrador de discordia y un perturbador del Oriente”, que era urgente se volviera a las Galias.

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15 de Enero, Festividad de San Pablo, Primer Ermitaño









a aparición de Pablo en el escenario de la vida puede compararse a la de un meteoro cuyo paso es señalado únicamente por medios potentes de captación. En su larga carrera mortal pasó San Pablo desapercibido a los ojos del común de los mortales, y sólo la mirada de águila de San Jerónimo logró captar los destellos de virtud que irradiaba su personalidad desde las fragosidades del desierto de la Tebaida.

Pero hubo un tiempo en que este testimonio de San Jerónimo sobre la vida y virtudes de San Pablo se puso en tela de juicio, y se dudó incluso de la originalidad de su información sobre el santo ermitaño. En efecto, en nombre de la crítica histórica se lanzó la hipótesis de que el Santo Doctor se inspiró en su obra en una versión griega anterior. El famoso padre Juan Bolando afirmó que la redacción latina jeronimiana no era original. Amelineau encontró un texto copto de la vida de San Pablo conteniendo restos de una narración compuesta por un discípulo de San Antonio Abad y utilizada por San Jerónimo. Actualmente se admite que los escritos griegos en torno a la vida de San Pablo dependen del texto jeronimiano. De esta manera la critica histórica, después de dimes y diretes, ha confirmado la solidez histórica de unos brevísimos datos que San Jerónimo ha recogido de fuentes autorizadas, para que sirvieran de ejemplo a los mortales que aspiran a una vida perfecta. Como San Antonio Abad encontró en San Atanasio un digno biógrafo, le fue dado también a San Pablo contar con la pluma autorizadísima de un gran doctor de la Iglesia.

Se cree que nació San Pablo hacia el año 228. Su casa natal apenas se diferenciaba de las de sus conciudadanos menos favorecidos por la fortuna, obradas con adobes de limo del Nilo, secados al sol. Sus padres eran ricos y hacendados. No sabemos cuáles eran las relaciones de la familia con los poderes de ocupación. Desde hacía casi dos siglos Egipto había perdido su independencia para incorporarse, al igual que otros pueblos de Africa y Asia, al vasto Imperio romano. Las órdenes de los césares romanos cruzaban el mar y llegaban a Egipto a través de los funcionarios imperiales. Pero sucedía muchas veces que, a pesar de las promesas de los emperadores, y en contra de su voluntad, no se hacia justicia al pueblo que enviaba sus barcos cargados de víveres a la capital del Imperio y alimentaba a funcionarios y soldados estacionados en su suelo. La familia de Pablo estaba obligada, como cualquier otra, a pagar los gastos de las tropas de ocupación y a contribuir con su tributo al erario imperial.

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