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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

14 de enero de 2009

Juan Donoso Cortés: Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (24)






Capítulo VII




Recapitulación. Ineficacia de todas las soluciones propuestas. Necesidad de una solución más alta






asta aquí hemos visto de qué manera la libertad del hombre y la del ángel, con la facultad de escoger entre el bien y el mal, que constituye su imperfección y su peligro, era una cosa no sólo justificada, sino también conveniente. Vimos también cómo del ejercicio de esa libertad constituida salió el mal con el pecado, el cual alteró profundísimamente el orden puesto por Dios en todas las cosas y la manera convenientísima de ser de todas las criaturas. Pasando más adelante, después de habernos dado cuenta de los desórdenes de la creación, nos propusimos demostrar y demostramos, a nuestro entender cumplidamente, que así como al ángel y al hombre, dotados del libre albedrío, les fue dada la tremenda potestad de sacar el mal del bien y de inficionar todas las cosas, el uno con su rebelión el otro con su desobediencia y ambos con su pecado, Dios, para hacer contraste a esa libertad perturbadora, se reservó la potestad de sacar el bien del mal y el orden del desorden, usando de ella larga y convenientemente, hasta el punto de poner las cosas en un ser más concertado y perfecto que el que hubieran alcanzado sin los ángeles rebeldes y sin los hombres pecadores. No siendo posible evitar el mal sin suprimir la libertad angélica y la humana, que eran un gran bien, Dios, en su infinita sabiduría, hizo de modo que el mal, sin ser suprimido, fue transformado hasta el punto de servir, en su mano omnipotente, de instrumento de mayores conveniencias y de más altas perfecciones.

Para demostrar lo que a nuestro propósito cumplía, observamos que el fin general de las cosas era manifestar todas a su manera las perfecciones altísimas de Dios y ser como centellas de su hermosura y magníficos reflejos de su gloria. Consideradas desde el punto de vista de este fin universal, no nos fue difícil demostrar que de la obediencia humana y de la rebelión angélica se siguieron bienes incomparables, y que así la una como la otra sirvieron para que las criaturas, que antes reflejaban solamente la divina bondad y la divina magnificencia, reflejaran también toda la sublimidad de su misericordia y toda la grandeza de su justicia. El orden no fue universal y absoluto sino cuando las criaturas tuvieron en sí todos estos espléndidos reflejos.

De los problemas relativos al orden universal de las cosas pasamos a los que se refieren al orden general de las cosas humanas; discurriendo por este anchísimo campo, vimos propagarse el mal en la humanidad con el pecado; allí vimos de qué manera la humanidad estuvo en Adán y cómo la especie fue en el individuo pecadora. Así como el pecado, considerado en sí mismo, fue poderoso para turbar el orden del universo, lo fue también y con mayor razón para poner en desorden todas las cosas humanas. Para la inteligencia de lo que antes dijimos y de lo que diremos después, conviene advertir aquí que, así como el fin universal de las cosas es manifestar las perfecciones divinas, el fin particular del hombre es conservar su unión con Dios, lugar de su alegría y su descanso; el pecado desordenó las cosas humanas, apartando al hombre de esa unión, que constituye su fin especial, y desde ese momento el problema, por lo que hace a la humanidad, consiste en averiguar de qué manera el mal puede ser vencido en sus efectos y en su causa: en sus efectos, es decir, en la corrupción del individuo y de la especie con todas sus consecuencias; en su causa, es decir, en el pecado.

Dios, que es simplicísimo en sus obras porque es perfectísimo en su esencia, vence al mal en su causa y en sus efectos por la secreta virtud de una sola transformación; pero ésta tan radical y portentosa, que por ella todo lo que era mal se muda en bien, y todo lo que era imperfección, en perfección soberana. Hasta aquí hemos venido exponiendo la manera y forma con que Dios transforma en instrumentos del bien los efectos mismos del mal y del pecado. Procediendo todos ellos de una corrupción primitiva del individuo y de la especie, no son otra cosa en la especie ni en el individuo, considerados en sí, sino una desgracia lamentable; quien dice desgracia, dice efecto necesario; y si la causa de donde el efecto se sigue es de aquellas que obran de una manera constante, quien dice desgracia, tanto quiere decir como desgracia, por su naturaleza, invencible. Imponiendo la desgracia como una pena, Dios hizo posible su transformación por medio de su aceptación voluntaria por parte del hombre. Cuando el hombre, ayudado de Dios, aceptó heroicamente como una pena justa su desgracia, su desgracia no cambió de naturaleza, considerada en sí misma, lo cual sería imposible de todo punto; pero adquirió una nueva y extraña virtud: la virtud expiatoria y purificante. Conservando siempre su invencible identidad, produce efectos que naturalmente no están en ella, siempre que se combina de una manera sobrenatural con la aceptación voluntaria. Esta doctrina consoladora y sublime nos viene a un tiempo mismo de Dios, de la razón y de la Historia, constituyendo una verdad racional, histórica y dogmática.


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