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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

12 de enero de 2009

Cartas a un escéptico en materia de religión


Enviado por María Luz López Pérez


por el R.P. Jaime Balmes




Carta V




La sangre de los mártires.

Asiéntase el hecho histórico. Se propone una dificultad contra la fuerza de este argumento. Pasaje de Prudencio. Lo que puede el entusiasmo por una idea. Reflexiones sobre la exaltación de ánimo, según las causas de que procede y el objeto a que se dirige. La guerra. El duelo. El valor y la fortaleza. Régulo y Scévola. Los mártires. Situación horrible en que se encontraban. La persecución y el entusiasmo. Disípase un error muy dañoso. El perseguir una doctrina no es buen medio para

propagarla. Pruebas tomadas de la filosofía y de la historia. Cotejo entre la propagación del cristianismo y la del protestantismo.



a veo, mi estimado amigo, que me ha de ser muy difícil realizar el pensamiento que en un principio me proponía de dar cierto orden a la discusión religiosa que íbamos entablando, encerrándola en un cauce del cual no pudiese salir, sin perjuicio de dirigirla por países amenos, y permitiéndole tortuosidades caprichosas, que le quitasen la apariencia de la regularidad escolástica, y diesen a la materia un aspecto agradable y entretenido. Inútiles son todos mis conatos para hacerle entrar a V. en este plan; pues, según parece, le gusta más el tratar puntos inconexos, divagando como abeja entre flores. Aun cuando conozco muy bien los inconvenientes de este sistema de conducta, y, si mal no me acuerdo, se los llevo ya indicados en una de mis anteriores, preciso se me hace el seguirle a V. por el camino que le place señalarme, para que no le venga a V. a la mente que trato de esquivar cuestiones delicadas, y que, envolviendo a mi contrincante en una nube de autoridades y, de raciocinios teológicos, me propongo ocultar puntos flacos, apartando de ellos el peligro de un ataque. Sin embargo, esta necesidad fuera para mí más desconsoladora, si V. no se sirviese advertirme que «no carece del conocimiento de las mejores obras que se han escrito en defensa de la religión, y que, reservándose estudiarlas para cuando haya más tiempo y paciencia, sólo intenta en la actualidad aclarar, por vía de recreo y esparcimiento, algunos puntos difíciles, como quien quita la broza que impide la entrada a un camino anchuroso».

A decir verdad, no me desagrada que V. haya traído la discusión sobre el punto de la sangre de los mártires, pues es asunto sobre el cual hay mucho que decir, y en el que tarde o temprano hubiéramos tenido que entrar, si la controversia hubiese seguido el curso que yo deseaba. Esta sangre es, a no dudarlo, uno de los argumentos más firmes en apoyo de la verdad de nuestra santa religión, y así, al examinar las razones que los cristianos podemos alegar en defensa de nuestra fe, o, como suele decirse, los motivos de credibilidad, tampoco hubiera yo olvidado el presentarle a V. ese prodigio, en que personas de todas las edades, sexos y condiciones mueren con heroica fortaleza, por no profanarse ni con un solo acto que no estuviese conforme con la fe del Crucificado.

Pero, antes de hablar yo, quiero que hable V.; y así, para no confundir las ideas, y con la mira de que ni uno ni otro olvidemos el verdadero estado de la cuestión, y de que, por consiguiente, la respuesta pueda ser más cabal y ajustada, reproduciré lo que me dice V. en su apreciada. «Respeto como el que más la fortaleza de ánimo dondequiera que la encuentro, y confieso ingenuamente que el heroísmo del sufrimiento es a mis ojos mucho más sublime que el heroísmo del combate. Con esto le ahorraré a V. no poco trabajo, pues que así conocerá desde luego que no tiene necesidad de fatigarse en ponderarme ni el número de los mártires, ni sus atroces tormentos, ni su invicta constancia, ni tampoco en excitar mi entusiasmo, poniéndome delante de los ojos, caducos ancianos, débiles mujeres, tiernos niños, marchando impávidos a morir por su fe. Dudo mucho que en esta parte me exceda V. en sentimientos de respeto y admiración, así como no tiene V. que recelar que mi escepticismo llegue hasta levantar dudas sobre la inmensa muchedumbre de dichos mártires; no me agrada aguzar mi ingenio para combatir hechos de tan probada verdad. Mis impotentes negaciones no borrarían por cierto las páginas de la historia. Pero, dejando aparte y confesando expresamente la verdad del hecho, no puedo convenir en que puedan sacarse de él las consecuencias que Vds., los cristianos, pretenden; porque es bien sabido que el entusiasmo por una idea puede producir semejantes efectos; y en cuanto a la propagación de las creencias cristianas que resultó de la persecución, bien sabe usted que el secreto de prosperar una causa es el hallarse contrariada, combatida; el poderse presentar sus defensores con honrosas cicatrices que acrediten profundas convicciones e invicta constancia el sustentarlas.» No he querido cercenarle a V. ninguna parte de su argumento, ni escatimarle en lo más mínimo el valor de la dificultad; pero también, me ha de permitir V. que me extienda en la solución de la misma, cual reclama la importancia de la materia.

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