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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

19 de abril de 2009

Demogresca






por Juan Manuel de Prada


Tomado de XLSemanal




l rasgo más distintivo –también más intimidante– de las sociedades contemporáneas es su conflictividad. No es una conflictividad a la antigua usanza, que se dirima en revueltas y algaradas (aunque todo se andará), porque existe un andamiaje de leyes y reglamentaciones más exhaustivo que en cualquier otra época anterior, pero lo cierto es que tales leyes y reglamentaciones con frecuencia no hacen sino prestar un sostén jurídico a la conflictividad... con el consiguiente aumento del mal que se pretende combatir. Muestras de esta conflictividad se perciben en todos los órdenes de la existencia social, desde sus células más básicas hasta su ordenación administrativa. Y así, por ejemplo, descubrimos que el principio de solidaridad ha dejado en la práctica de regir en las relaciones entre regiones, enzarzadas en una batalla sin tregua por el disfrute de privilegios que se logran a costa del agravio del vecino; o que las familias, escuelas donde deberían triunfar la amorosa paciencia y la vinculación a través de los afectos, se convierten en campos de Agramante donde ya nada se soporta, donde ya nadie se soporta, donde las rupturas y violencias se han erigido en el pan nuestro de cada día.

A esta conversión de la sociedad democrática en una `demogresca´ continua que apenas deja márgenes para la convivencia ha colaborado la insensatez de nuestros políticos, incapaces de aunar voluntades en la persecución del bien común, convencidos de que el meollo de su acción política debe cifrarse en la exaltación de las diferencias, en la búsqueda a menudo artificiosa de zonas de fricción con el adversario, siempre a lomos de tal o cual ideología. Así, se ha llegado a una situación extrema en la que ya no existen asuntos indemnes al rifirrafe ideológico, ni siquiera aquellos en los que se dirime la propia supervivencia social; e incluso podría afirmarse sin incurrir en la hipérbole que las diversas formaciones políticas hallan un inescrutable deleite en significarse frente al oponente creando divisiones por doquier, como si la multiplicación de la conflictividad fuese el alimento de su fortaleza. Ocurre esto, paradójicamente, en una época en la que no nos cansamos de invocar melosamente palabras como `tolerancia´ o `consenso´; pero lo cierto es que tales invocaciones no son sino subterfugios retóricos que disimulan la incapacidad para crear entre las personas adhesiones consistentes, nacidas de un sentido de pertenencia. A la postre, lo que se encubre con tales invocaciones melosas es la atomización de la sociedad, cuyos miembros sólo pueden `tolerarse´ mediante el aislamiento; desde el momento en que ese aislamiento se infringe, brotan enseguida las chispas. Se suele decir que vivimos en una sociedad en la que cada cual puede hacer lo que le pete, con tal de que no moleste al prójimo; pero lo cierto es que el único modo de no molestar al prójimo consiste en segregarlo de nuestro horizonte vital. Cualquier persona de mi generación recordará que, allá en su infancia, las relaciones que entre sí entablaban los vecinos eran frecuentes y hospitalarias, aunque no faltasen los consabidos `piques´; hoy tales `piques´ quizá hayan desaparecido, pero ha sido a costa de que las relaciones de vecindad se hayan extinguido casi por completo.

Vivimos en una `demogresca´ creciente, en la que los derechos que nos asisten han extraviado su ingrediente social, para convertirse en armas arrojadizas que enarbolamos contra el prójimo, en quien ya sólo vemos un enemigo potencial, dispuesto a inmiscuirse en nuestro ámbito de sacrosanta libertad; libertad que sólo puede ejercerse como expresión de aislamiento y desvinculación. Y esta `demogresca´ creciente, que no es sino impotencia para alzarse sobre un nivel rastrero de polución ideológica e individualismo a ultranza, acabará corrompiendo cualquier posibilidad de entendimiento. Pues la ''demogresca'', que en épocas de bonanza económica resulta fácilmente soportable, pues cada quisque puede crearse a su medida un mundo erizado de alambradas, acaba condenando a las sociedades a su disolución cuando asoma la zarpa de la crisis. Una sociedad a la greña, en la que faltan los vínculos de auxilio natural que sus miembros se procuran entre sí, puede subsistir mientras fluye el dinero y duran los subsidios administrativos; pero, desaparecidos esos lenitivos del fracaso, no le queda otra escapatoria que el canibalismo. Que es lo que ocurre cuando se retiran los sostenes de la solidaridad y la amorosa paciencia y se sustituyen por un andamiaje jurídico que no hace sino acrecentar el mal que se pretende combatir.

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