xaltación de la Cruz" será mejor que para nosotros no signifique elevación, sublimación en vagas nubes de gloria, sino, al contrario: "humillación de la Cruz", mirada cara a cara a la dura realidad de lo que fue esa cama de muerte del Hijo de Dios. Ya nos hemos acostumbrado a la cruz, y hasta hay quien gusta de interpretarla como signo abstracto, casi como el "más" de los matemáticos, como "cruce de infinitos", etc. Pero para los primeros cristianos, la cruz era todavía algo tan horroroso que tardaron mucho en representar a Cristo clavado en ella (fue, recordémoslo, en la puerta de madera de Santa Sabina, en Roma). Porque, ¿que era la cruz? Lo que más se le parece ahora es la horca (una horca, en su forma, viene a ser una cruz manca). Pero en España eso nos dice poco: pensemos en el garrote vil (otros pueblos pensarán en la guillotina, en la silla eléctrica, en la cámara de gas; nunca en el piquete de ejecución que, después de todo, tiene algo de honor militar). Pero, además, añadamos el lento suplicio a la ejecución: un suplicio gratuito, no para obtener declaraciones, a la manera moderna (y antigua), sino para hacer lenta y desgarradora la agonía. No entremos a preguntar detalles a los historiadores: si el reo era clavado antes por las manos al palo transversal, y éste elevado con cuerdas —como con las reses muertas, pero en vivo—, etc. Nos basta con saber: horas de tortura para morir, como los peores bandidos, para quienes quitarles la vida en un momento se hubiera considerado escaso castigo.
Es frecuente —se dirá— el caso de fundadores políticos y religiosos que murieron "ajusticiados". En nuestra época no nos es muy difícil imaginar que el Hijo de Dios se hubiera dejado fusilar (eso imagina Faulkner en su extraña reviviscencia de Una fábula). Pero de haber nacido en nuestra época, el hecho de que hubiera muerto agarrotado, con dos granujas cualquiera —"A éste por ladrón", "A éste por subversivo", "A éste por ladrón"—, eso rebasa lo que podríamos esperar (a pesar de que nuestro siglo nos ha desengañado mucho de las justicias humanas y sus castigos). Ahora tenemos cruces al cuello y en las paredes, pero, ¿no nos hubiera escandalizado este artefacto de ejecución de haberlo conocido como tal antes de contar con Cristo? Quizá alguna vez, leyendo muertes de mártires —con refinadas torturas de ruedas de cuchillos, calderas de aceite, desolladuras— hemos pensado que Jesucristo aceptó una muerte sencilla, casi fácil. Sencilla, sí, pero la peor. Una muerte corriente, de código penal, sin ningún artilugio inventado para el caso, con el procedimiento vulgar; una "muerte en serie", como diría Rilke, igual que un traje de almacén, pero el más sucio y roto entre tantos iguales, para redimir la muerte de todos. Porque ya venía del tormento, refinado a fuerza de estúpido, de los soldados, que ni siquiera le odiaban como los judíos, y para quienes era un anarquista chiflado a quien azotaban para ver si así se podía cerrar el expediente, y a quien abofeteaban sólo por pasar el aburrimiento en el cuerpo de guardia, por vengarse de sus "horas extraordinarias" de servicio. Y de ahí —a petición de los suyos, no por deseo de los ocupantes extranjeros— a una muerte de delincuente común, con su palo como un poste de tormento, para que todos descargasen en él su golpe: unos, los celos, ya tranquilizados, de perder el poderío religioso —y ésos darían más fuerte, para acelerar la muerte, y con ella su propio sosiego—; otros, echándole encima su desengaño político de conspiradores ambiciosos, despechados porque sus afanes de mando se hubieran esfumado en redención de espíritu.
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Es frecuente —se dirá— el caso de fundadores políticos y religiosos que murieron "ajusticiados". En nuestra época no nos es muy difícil imaginar que el Hijo de Dios se hubiera dejado fusilar (eso imagina Faulkner en su extraña reviviscencia de Una fábula). Pero de haber nacido en nuestra época, el hecho de que hubiera muerto agarrotado, con dos granujas cualquiera —"A éste por ladrón", "A éste por subversivo", "A éste por ladrón"—, eso rebasa lo que podríamos esperar (a pesar de que nuestro siglo nos ha desengañado mucho de las justicias humanas y sus castigos). Ahora tenemos cruces al cuello y en las paredes, pero, ¿no nos hubiera escandalizado este artefacto de ejecución de haberlo conocido como tal antes de contar con Cristo? Quizá alguna vez, leyendo muertes de mártires —con refinadas torturas de ruedas de cuchillos, calderas de aceite, desolladuras— hemos pensado que Jesucristo aceptó una muerte sencilla, casi fácil. Sencilla, sí, pero la peor. Una muerte corriente, de código penal, sin ningún artilugio inventado para el caso, con el procedimiento vulgar; una "muerte en serie", como diría Rilke, igual que un traje de almacén, pero el más sucio y roto entre tantos iguales, para redimir la muerte de todos. Porque ya venía del tormento, refinado a fuerza de estúpido, de los soldados, que ni siquiera le odiaban como los judíos, y para quienes era un anarquista chiflado a quien azotaban para ver si así se podía cerrar el expediente, y a quien abofeteaban sólo por pasar el aburrimiento en el cuerpo de guardia, por vengarse de sus "horas extraordinarias" de servicio. Y de ahí —a petición de los suyos, no por deseo de los ocupantes extranjeros— a una muerte de delincuente común, con su palo como un poste de tormento, para que todos descargasen en él su golpe: unos, los celos, ya tranquilizados, de perder el poderío religioso —y ésos darían más fuerte, para acelerar la muerte, y con ella su propio sosiego—; otros, echándole encima su desengaño político de conspiradores ambiciosos, despechados porque sus afanes de mando se hubieran esfumado en redención de espíritu.
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