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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

13 de septiembre de 2009

Anticristo




Por Juan Manuel de Prada



Tomado de XLSemanal








a última película de Lars Von Trier, Anticristo, ha provocado un encrespado debate sobre los límites del arte, alimentado por la escabrosidad sensacionalista de algunas de sus imágenes, y también por la ambigüedad que destila su `mensaje´, que algunos tachan de ferozmente misógino (aunque casi nadie se haya atrevido a sugerir una posibilidad que, sin duda, se insinúa en alguna de las secuencias de la película, a saber: que para el director danés la mujer sea la encarnación del Anticristo). Casi todos los vituperios que ha recibido Von Trier se fundamentan en el uso desaforado y hasta gratuito que hace de la violencia, incorporando escenas muy gráficas de mutilaciones genitales y otras aberraciones sádicas. Pero lo cierto es que la representación explícita de la violencia se halla presente en muchas películas que hoy se consideran cimas del arte cinematográfico (pensemos en Un perro andaluz, de Buñuel, o en Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini); y no es menos cierto que durante los últimos años se han estrenado –a veces con los parabienes y el arrobo de la crítica– películas que se complacen perversamente en las más bestiales sevicias, como La pianista, de Michael Haneke, o Irreversible, de Gaspar Noé.

Esta presencia áspera de una violencia que carece de intención catártica y que sólo parece un regodeo aberrante en los fantasmas interiores del director convierte a Anticristo en una pieza muy representativa del arte contemporáneo. Aquí llegamos al asunto que me gustaría tratar en este artículo; un asunto tan gigantesco, tan dolorosamente notorio, que suele pasar inadvertido a los tratadistas de arte. Y es que el gran tema del arte de nuestro tiempo, mostrado a través de un millón de máscaras, no es otro que la desesperación, la convicción desolada de que la vida es un páramo de dolor carente de sentido; convicción que es consecuente a la creencia de que no hay otra vida. Esta desesperación se expresa, por una parte, a través de un arte degradado, subalterno, que sólo aspira a servir de solaz; o bien, en sus muestras más desgarradas, a través de un arte que nombra los padecimientos más intolerables (que son los de quien no cree que vayan a acabar algún día, y que acabarán bien). El arte contemporáneo, tras asumir que no existe otra vida, ha instalado el infierno en la Tierra; y en sus expresiones más perturbadoras –como este Anticristo de Von Trier– nos muestra ese infierno con fría y vívida horripilación. Nos muestra, en fin, la condenación eterna... en esta vida.

Este arte infiernado ha dejado de creer en su capacidad para conmovernos a través de la belleza; y necesita pulsar nuestros nervios, tañer nuestros nervios como si fuesen las cuerdas de un arpa, hasta hacerlos saltar, provocando esa nota que chirría en nuestros oídos, que nos produce dentera y revuelve nuestra sensibilidad. Necesita, en fin, lanzar un grito cósmico de animal herido que se revuelve en el lecho de ortigas del infierno terrestre que él mismo ha creado. Creo que de esto nos habla, a la postre, Anticristo, con el aspaviento y la furia que ya Thomas Mann calificó como nota distintiva del arte contemporáneo en Doctor Faustus. Siendo este arte de la desesperación o arte infiernado un producto cultural que me repele, confesaré que prefiero el siniestro lamento de Von Trier –en el que, a poco que afinemos el oído, oímos llanto y rechinar de dientes– que esas otras expresiones amables o enfáticas, tan habituales en el cine de nuestro tiempo, que tratan de mostrarnos un infierno con aire acondicionado en el que los padecimientos se nos disfrazan de anestesias varias, a veces resignadas, a veces ternuristas, que tratan de convencernos de que el esplín del alma es algo aceptable, incluso deseable, algo que si sabemos aderezar de pasatiempos vacuos puede llegar a resultar muy chic y muy cool. Puesto a elegir, prefiero el infierno exasperado y truculento de Von Trier a esos otros infiernos de acuarela donde vemos amustiarse pacíficamente las almas, anestesiadas por un gas venenoso que las adormece hasta conducirlas a la eutanasia, esos otros infiernos edulcorados donde asistimos a la desolación sin lucha, a la condenación bobalicona de quienes, minados por la desesperación, hallan en la misma desesperación una suerte de plácida calma chicha, de lento naufragio al que se entregan, incapaces de reacción alguna, incluso satisfechos de su estolidez.

Al menos a Von Trier le reconocemos la conciencia de la desesperación, que es el grito del hombre contemporáneo que clama: «¿Merecía la pena negar el infierno en la otra vida para instalarlo en ésta?».

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