Por el Dr. Antonio Caponetto
Tomado del blog de Cabildo
La Discordia, esa peligrosa estrategia
Si hemos de creerle a la mitología, cierta deidad causó la discordia, arrojando una manzana para la más bella, cuya posesión disputó con egomanía furiosa una de las presuntas destinatarias del objeto frutal. Y si hemos de creerle a los registradores de extrañísimas sectas, hacia fines de los años cincuenta del siglo XX, un yanqui alucinado, Greg Hill, fundó la religión del Discordianismo con el propósito de dar batalla a la armonía y el orden.
No necesitará el lector mayores detalles para advertir que estamos evocando la realidad argentina. Porque el kirchnerismo es, entre otras tantas degeneraciones, una técnica del conflicto permanente, una manía por la desavenencia, una ruinosa obsesión por el resentimiento, un culto fatídico por la disensión rencorosa y las querellas vengativas.
Contrastando con su impiedad manifiesta y su ateísmo práctico, tiene la dupla siniestra que al gobierno encarna, la devoción por la ira de los necios que condena la Escritura (Proverbios, 27, 4), hasta hacer del odio una fe subvertida y canallesca. Porque bien enseñaron los Padres que cuando la ira repentina se convierte en odio duradero, el alma se vuelve homicida, y despojándose de la caridad se mata a sí misma y asesina al prójimo. Se entiende que los llamados intelectuales K hayan salido en defensa de un odiador profesional del oficialismo, para más señas atocinado delincuente piquetero.
Lo grave de esta discordia, retratada a grandes rasgos, es que la misma no consiste solamente en el vicio privado o en el morbo psicológico individual de Néstor y Cristina, patológica yunta de pobres diablos nativos. Lo verdaderamente grave es que la desunión y la atomización de la comunidad argentina, la disensión exasperante y el quiebre de la paz social, es su programa y su táctica para asegurarse la permanencia en el poder. Como es grave que para el logro de tamaño fin cuente el Estado con esbirros impunes, adiestrados para vulnerar a la ciudadanía e impedir agresivamente cualquier expresión de repudio al modelo.
¡Cuidado con minimizar esta violencia de los mercenarios! Están bien pagos, y son a su vez los sórdidos garantes del latrocinio de sus mandantes. Ya se los vio en acción, arrollando y amenazando, bajo la tutela cómplice del Poder Judicial, garante de los desmadres del Poder Ejecutivo.
La discordia, el garrote y el odio son hoy las instituciones malignas en la estrategia política de los Kirchner. Les molesta el catolicismo, la historia verdadera, las guerras justas de la patria, el orden natural, el federalismo, el señorío de la palabra libre y veraz, las tradiciones nacionales, los soldados que enfrentaron al marxismo, el trabajo rural, y sobre todo la realidad. Porque lo real —lo real en ellos, inmundos ricachones, y en el prójimo convertido en objeto de sus múltiples saqueos— no concuerda en absoluto con el discurso ideológico que gustan repetir.
¿Puede una nación vivir sin concordia? Va de suyo que no, y a la respuesta de Aristóteles nos remitimos cuando en la Ética Nicomaquea enseña que sin esa amistad política, la ciudad se desarticula y los comunes intereses se desmoronan. Pero tampoco cabe el engaño de aquellos ilusos, que creen que a los causantes de tantísimo daño planificado puede pedírseles alguna contribución a la paz, algún aporte a la reconciliación o algún gesto magnánimo. Estamos obligados a combatir las causas y los causantes de la discordia odiosa y virulenta, sin fomentar la unidad de los opuestos, de la que saldría mayor espanto y ruina enorme.
No acabarán los Kirchner como Dorrego, según la comparanza inaudita y ofensiva que enarboló dos veces la bruja. Nadie fusilará sus carnes quirúrgicas, destino final de la gusanería como toda materia humana. Terminarán como ya acabaron, aunque se nieguen a verlo: objetos del desprecio entero de los argentinos decentes, corridos de la historia a fuerza de denuestos, escupitajos y patadones en el traste, rumbo a alguna jaula, que es el modo en que suelen abandonar el escenario los peores payasos, mientras el público celebra. El tiempo prueba que la discordia suele arrasar de este modo a quienes no quieren ser sus solucionadores sino sus estrategas.
En lo que a nosotros concierne —y si fuera cierto lo que muchos prevén sobre la posibilidad de un enfrentamiento civil provocado por esta gentuza— Dios nos conceda el don de resistir sin desmayos.
No necesitará el lector mayores detalles para advertir que estamos evocando la realidad argentina. Porque el kirchnerismo es, entre otras tantas degeneraciones, una técnica del conflicto permanente, una manía por la desavenencia, una ruinosa obsesión por el resentimiento, un culto fatídico por la disensión rencorosa y las querellas vengativas.
Contrastando con su impiedad manifiesta y su ateísmo práctico, tiene la dupla siniestra que al gobierno encarna, la devoción por la ira de los necios que condena la Escritura (Proverbios, 27, 4), hasta hacer del odio una fe subvertida y canallesca. Porque bien enseñaron los Padres que cuando la ira repentina se convierte en odio duradero, el alma se vuelve homicida, y despojándose de la caridad se mata a sí misma y asesina al prójimo. Se entiende que los llamados intelectuales K hayan salido en defensa de un odiador profesional del oficialismo, para más señas atocinado delincuente piquetero.
Lo grave de esta discordia, retratada a grandes rasgos, es que la misma no consiste solamente en el vicio privado o en el morbo psicológico individual de Néstor y Cristina, patológica yunta de pobres diablos nativos. Lo verdaderamente grave es que la desunión y la atomización de la comunidad argentina, la disensión exasperante y el quiebre de la paz social, es su programa y su táctica para asegurarse la permanencia en el poder. Como es grave que para el logro de tamaño fin cuente el Estado con esbirros impunes, adiestrados para vulnerar a la ciudadanía e impedir agresivamente cualquier expresión de repudio al modelo.
¡Cuidado con minimizar esta violencia de los mercenarios! Están bien pagos, y son a su vez los sórdidos garantes del latrocinio de sus mandantes. Ya se los vio en acción, arrollando y amenazando, bajo la tutela cómplice del Poder Judicial, garante de los desmadres del Poder Ejecutivo.
La discordia, el garrote y el odio son hoy las instituciones malignas en la estrategia política de los Kirchner. Les molesta el catolicismo, la historia verdadera, las guerras justas de la patria, el orden natural, el federalismo, el señorío de la palabra libre y veraz, las tradiciones nacionales, los soldados que enfrentaron al marxismo, el trabajo rural, y sobre todo la realidad. Porque lo real —lo real en ellos, inmundos ricachones, y en el prójimo convertido en objeto de sus múltiples saqueos— no concuerda en absoluto con el discurso ideológico que gustan repetir.
¿Puede una nación vivir sin concordia? Va de suyo que no, y a la respuesta de Aristóteles nos remitimos cuando en la Ética Nicomaquea enseña que sin esa amistad política, la ciudad se desarticula y los comunes intereses se desmoronan. Pero tampoco cabe el engaño de aquellos ilusos, que creen que a los causantes de tantísimo daño planificado puede pedírseles alguna contribución a la paz, algún aporte a la reconciliación o algún gesto magnánimo. Estamos obligados a combatir las causas y los causantes de la discordia odiosa y virulenta, sin fomentar la unidad de los opuestos, de la que saldría mayor espanto y ruina enorme.
No acabarán los Kirchner como Dorrego, según la comparanza inaudita y ofensiva que enarboló dos veces la bruja. Nadie fusilará sus carnes quirúrgicas, destino final de la gusanería como toda materia humana. Terminarán como ya acabaron, aunque se nieguen a verlo: objetos del desprecio entero de los argentinos decentes, corridos de la historia a fuerza de denuestos, escupitajos y patadones en el traste, rumbo a alguna jaula, que es el modo en que suelen abandonar el escenario los peores payasos, mientras el público celebra. El tiempo prueba que la discordia suele arrasar de este modo a quienes no quieren ser sus solucionadores sino sus estrategas.
En lo que a nosotros concierne —y si fuera cierto lo que muchos prevén sobre la posibilidad de un enfrentamiento civil provocado por esta gentuza— Dios nos conceda el don de resistir sin desmayos.
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