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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

6 de septiembre de 2009

Magdalena




por Juan Manuel de Prada


Tomado de XLSemnanal




e tenido la oportunidad este verano, en mi peregrinaje por las regiones de Umbría y Toscana, de disfrutar de la contemplación de muchas Magdalenas penitentes, que es mi asunto pictórico predilecto. Magdalenas de hermosura desgarrada y cabello fluvial, refugiadas en la soledad tenebrosa de alguna cueva, que contemplan con los ojos arrasados por el llanto un Crucifijo, acompañadas casi siempre por una pensativa calavera y por un frasco de ungüentos. Magdalenas que nada tienen que ver con esa versión delicuescente que después propagarían los escritores románticos, empeñados en confundir el delicado drama de aquella mujer con el melodramatismo barato de una `dama de las camelias´; y mucho menos con esa versión turbia de la `subliteratura´ sensacionalista que ahora padecemos, que convierte a la Magdalena en una amante de Jesús, en el sentido más sensual y turbio de la palabra.

La morbosidad contemporánea gusta de pensar que Jesús se enamoró de Magdalena; y en la exaltación de este supuesto `amor prohibido´ halla la ocasión para afirmar, con delirante deleite, que «Jesús era humano». ¡Y tanto que lo era! Era, en verdad, tan humano, «que amó perdidamente a la Humanidad perdida», como dice Castellani; y ese amor sin tasa quiso ejemplificarlo en aquella mujer pecadora, que muy probablemente fuese la misma mujer adúltera a la que salvó de la lapidación, la misma mujer que ungió sus pies en Betania, ante el escándalo de sus discípulos. El Evangelio no llega a mencionar explícitamente el drama de esta María de Magdala; pero nuestra imaginación mundana puede sustituir las pudorosas veladuras evangélicas: a buen seguro, Magdalena fue una mujer a la que le había sido arrebatado el derecho a ser amada; y que, quizá por ello mismo, dio en la desesperación de `amar mucho´, incluso a quienes eran indignos de su amor. Entonces aparece Jesús en su vida, y la salva con su amor; pues, de repente, Magdalena se descubre digna de ser amada infinitamente, y capaz de corresponder infinitamente a ese amor. Jesús brinda a Magdalena el amor más enaltecedor, que consiste en levantar a quien está humillado y en ensalzarlo hasta la mayor altura.

Este amor halla su máxima expresión la mañana del Domingo de Pascua, cuando Magdalena, en compañía de otras mujeres, acude al sepulcro de Jesús, que encuentra vacío; y un ángel le da orden de anunciar la Resurrección. En este episodio hay una subversión gigantesca –una subversión amorosa y enaltecedora– que a los lectores de nuestra época suele pasarles inadvertida. En tiempos de Jesús, el testimonio de una mujer merecía la misma credibilidad que el de un niño, hasta el extremo de que tanto la ley mosaica como la ley romana no reconocían valor alguno a la declaración que una mujer prestaba en juicio. Prueba del escasísimo crédito que merecía el testimonio de las mujeres nos la brindan los dos discípulos que, camino de Emaús, se tropiezan con Jesús sin reconocerlo; y que, cuando se refieren a su Resurrección, lo hacen entre desencantados y escépticos, pues de ese presunto milagro sólo hay constancia –nótese la socarronería de la expresión– «por lo que dicen las mujeres». A Jesús no podía escapársele –como luego escribirá San Pablo– que la fe de sus seguidores sería tachada de vana si tal Resurrección no se hubiese producido; y tampoco podía escapársele que, para que tal Resurrección fuese admitida como cierta, siquiera entre sus seguidores, debería haber confiado su anuncio a varones de predicamento, varones encumbrados como Nicodemo o José de Arimatea. Pero Jesús prefiere encomendar una misión tan delicada a mujeres sin predicamento como Magdalena, haciendo depender el misterio más profundo y trascendente de la fe cristiana del testimonio de aquellas a quienes la mentalidad de la época no consideraba dignas de crédito. En esta elección tan arriesgada de Jesús se adivina una ironía magnífica, un deseo de trastornar y desbaratar las convenciones sobre las que se asentaba la sociedad de su tiempo; y se adivina, sobre todo, un vertiginoso amor que ensalza hasta la mayor altura a quienes la mentalidad de su época mantenía desdeñosamente humilladas. En este gesto subversivo de Jesús, que restituye a las mujeres que acudieron al sepulcro el honor que la época les había arrebatado, se resume su amor por Magdalena; pero es un amor tan enaltecedor que nuestra época no logra entenderlo.

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