por Vittorio Messori
l cuerpo en la urna de Padre Pío, las reliquias, las pérdidas hemáticas de los estigmas: lo que horroriza al eterno gnosticismo intelectual, a su abstracción, a su espiritualidad aséptica es, precisamente, lo que aparece como un signo de Dios ante el «sensus fidei» de la llamada «gente común»
Comprendo bien el desconcierto, si no la repulsión, de muchos laicos e incrédulos ante un santo como el Padre Pío, y a las formas y modos de su culto. Es más: me solidarizaría con ellos, esas sensaciones de estupor y molestia serían también mías, si las vicisitudes de la vida no me hubieran llevado a una perspectiva cristiana. Es más, católica: una devoción así puede ser comprendida por las Iglesias greco-eslavas, aunque con matices diversos, pero es aborrecida por las confesiones cristianas cercanas a la Reforma. Para ateos, agnósticos, protestantes, el clímax de este horror clerical ha sido el directo televisado de la exposición del cuerpo del capuchino, con un adecuado tratamiento de silicona sobre el rostro, como ha explicado el especialista, y la urna a una temperatura controlada.
Pero también para muchos católicos que se dicen «adultos», todo en San Giovanni Rotondo es teológicamente incorrecto: desde aquel 1918 en que se manifestaron los estigmas sobre el cuerpo del oscuro fraile, hasta hoy. Y siempre será «incorrecto», a pesar de los intentos algo patéticos de normalizar el escándalo que representa el Padre Pío. Y en esta línea de adecuación al «mundo», también entra haber encargado la nueva basílica a una «estrella» de la arquitectura como Renzo Piano. Un gran profesional, naturalmente, pero de un explícito, rocoso agnosticismo, y exponente de una cultura que está en los antípodas de aquella en la que está inmerso el santo franciscano.
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